De espectadores a gladiadores

Las democracias necesitan un Nuevo Acuerdo Democrático. Eso se sabe desde hace tiempo. Se ha aprendido mucho en las últimas décadas sobre cómo elegir, competir, argumentar o castigar en las urnas, pero aún hace falta más. A más de 40 años de las transiciones y en el Día Internacional de la Democracia (15 de septiembre) toca identificar de manera clara y estratégica: qué es lo que no funciona, por qué la gente está molesta, que falla en el ejercicio de la representación y cómo conseguir mejores resultados de bienestar, inclusión y rendición de cuentas que mejoren la convivencia democrática. Ya se sabe que no se trata sólo de reglas y procedimientos, sino también de valores, actitudes, expectativas y prácticas.

La supervivencia de las democracias supone una idea fundamental: la creencia irrenunciable de que no es posible vivir en otro tipo de sistema político que ayude a garantizar la libertad, el pluralismo, el respeto mutuo y la igualdad. Esta premisa tan simple se convierte en urgente cuando es la propia ciudadanía la que elige —a través de las urnas— valores, reglas, personas y/o partidos que pretenden desarticular a las propias democracias (o que la usan sólo para su beneficio o proyecto político).

Las experiencias latinoamericanas han enseñado que la gente puede usar la infraestructura y logística organizativa de la democracia para elegir a líderes que limitan el pluralismo, fomentan el odio, no respetan la diversidad ni las reglas que aseguran el Estado de Derecho.

Si bien se sabe desde hace mucho que las personas demócratas son imprescindibles para la salud de la democracia, se ha hecho muy poco (o al menos no lo suficiente) para que el Estado (no los gobiernos) apuesten por ellas. Se ha dado por sentado que la simple experiencia de hacer elecciones alcanzaría para que se aprendieran los valores, las prácticas y las rutinas democráticas; se ha invertido muy poco en formación ciudadana (o, se ha invertido de manera limitada e ineficiente) y se cree que “era obvio” que la gente por sí sola defendería la democracia. Hubo equivocación. Eso no es suficiente. La democracia exige demócratas y personas convencidas de la necesidad de aprehenderla y reinventarla cada día.

Los datos de México —por poner un ejemplo— son alarmantes. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Cultura Cívica (Encuci 2020), elaborada por el Inegi y el INE y recogida entre personas de 15 años y más, ocho de cada diez mexicanas/os reconocen estar a favor de un gobierno encabezado por un líder fuerte, mientras 40% de la población estaría de acuerdo con un gobierno encabezado por militares. De aquí que sólo 65% considera a la democracia preferible frente a cualquier otra forma de gobierno, el 31% admite que “en algunas circunstancias” un gobierno democrático puede “no ser la mejor opción”, e incluso, que le daría igual vivir en un régimen democrático que en uno no democrático. Gran parte de estas respuestas pueden estar en la ausencia de valores, pero también en la insatisfacción frente a los escasos resultados en relación al bienestar e igualdad social. La gente puede percibir que aún cuando se prometen muchas cosas en nombre de la democracia, esta no lo logra y de ahí la decepción y la tentación autoritaria.

Definitivamente una democracia republicana necesita ciudadanía informada y crítica; dispuesta a invertir tiempo y recursos en el modo en que se toman las decisiones públicas; con capacidades y habilidades para entender el entorno y su papel como actor de cambio; para ser tolerantes con los que no comparten los valores y posiciones sobre diversos temas y con energía e iniciativa para impulsar nuevas formas de hacer política.

También que urge exigir estrategias nacionales de educación cívica, desde las que se privilegie el papel de la ética pública en las relaciones de poder, la importancia de la palabra y la verdad como herramienta de convivencia ciudadana, la vigencia efectiva del pluralismo y la construcción colectiva de las instituciones.