El derecho del Estado a castigar

Todas las penas y medidas de seguridad constituyen restricciones a los derechos fundamentales. Cuando un juez ordena detener a una persona y la policía ejecuta la orden de aprehensión, por ejemplo, están privando a una persona de su derecho a la libertad. El problema es cómo justificar ese acto de autoridad. Se puede argumentar, desde el punto de vista moral, que la ley que lo permitió es justa.

Otra visión parte de una justificación jurídica, señalando que el contenido de la ley en que se apoyó la policía es válida. Existe también una justificación política, en este caso la ley es legítima por que la creó el órgano legislativo que nos representa.

Y, finalmente, una justificación instrumental que depende de la eficacia de la acción legislativa en términos de sus resultados. Se trata de cuatro diferentes discursos independientes para legitimar la exclusividad del Estado en la aplicación de las penas.

La justificación moral de las leyes penales es una opción racional. Ésta radica en que las prohibiciones o mandatos que derivan de las normas penales están orientadas a proteger bienes jurídicos que tienen fundamento directo en la Constitución. La creación de los delitos y penas aplicables a quienes los cometen tienen como finalidad la protección a la vida, al patrimonio, la libertad sexual, la dignidad, los valores o intereses más importantes de la sociedad. El Estado legitima la pena cuando ésta es imprescindible para proteger los derechos y libertades de todos. Por tanto, el derecho legítimo para castigar, “ius puniendi”, es una función de un Estado constitucional.

Uno de los mecanismos para que el Estado proteja los derechos humanos, es la facultad de investigar y perseguir los delitos. Sin embargo, ese poder está limitado dentro del propio sistema constitucional. Así, la consecuencia jurídica del delito, es decir, la pena, queda prohibida si no está decretada por una ley exactamente aplicable al delito de que se trata, conforme al párrafo tercero del artículo 14 Constitucional.

El principio de legalidad del que se desprende ese texto está ligado al principio constitucional de igualdad de los ciudadanos ante la ley, prevista en el artículo 1º Constitucional, y a su vez, está relacionado con el funcionamiento del sistema democrático. El poder de dictar normas sancionadoras no debe encargarse a los ciudadanos que van a ser destinatarios de tales normas y de las correspondientes sanciones. Conforme a las bases y los fundamentos de nuestra Carta Magna, nadie puede decir a quien se debe o no se debe castigar o cuándo es procedente o no la investigación de los delitos. En su lugar, la vía son los derechos políticos de los ciudadanos que les permiten participar en el proceso de formación de mayorías legitimadas para dar contenido a la ley. Solo se respeta el principio de legalidad si la facultad de crear normas que tipifiquen sanciones se circunscribe al órgano en el que la soberanía popular se proyecta como soberano legislador, es decir, el Congreso de la Unión.

De acuerdo con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, un Estado se vuelve responsable de los actos cometidos por particulares en contra de un derecho humano si no adopta medidas con la diligencia debida para impedir la violación de los derechos o para investigar o castigar los actos que los violen y proporcionar reparación adecuada a las víctimas de dichos actos. De ahí se deriva el deber de adoptar medidas legislativas para impedir las violaciones a los derechos humanos y de una regulación jurídica penal eficaz para lograr la protección a los derechos fundamentales.

Frente a la tarea de proteger mediante prohibiciones y sanciones penales un derecho fundamental, existe una serie de principios que limitan ese poder. Es función de los jueces en México garantizar que el ejercicio del poder del Estado esté dentro de los parámetros y límites que establece nuestra Constitución, De ahí la importancia de la división de poderes. Los jueces no son ejecutores autómatas de la ley; son titulares de un poder del Estado.