Los jueces y magistrados son el último eslabón en la cadena de la justicia. Ahora bien, en buena lógica y por disposición constitucional, el primero son las policías, tanto las que tienen la función de prevenir los delitos, como las que los investigan en coordinación con las fiscalías. Policías municipales, estatales y federales, comprendida la Guardia Nacional, e incluso los elementos de las fuerzas armadas que realizan funciones de primer respondiente.
Son las policías que constituyen el primer contacto con la ciudadanía y que no en pocas ocasiones producen en esta una sensación y percepción sobre la justicia. Y es que, si uno pregunta a la gente por qué tienen una mala opinión de la justicia, la mayoría relatará sus malas experiencias con las policías.
Las policías han sido históricamente abandonadas, especialmente a partir de la fallida creación del Consejo Nacional de Seguridad Pública en 1994 que, se supone, formaría instituciones policiales sólidas, eficientes, honestas, de carrera, respetuosas de los derechos y comprometidas con la sociedad.
A 30 años de distancia, miles de millones de pesos malgastados en ese Consejo, y una creciente militarización, que inició en 1999 y sigue siendo el remedio favorito de las autoridades, se tiene una realidad completamente distinta: organizaciones policiales desamparadas, sin recursos, ineficientes y sin mística social; con salarios y prestaciones indignas, personal en general corrompido y apático, y a cuyos integrantes se les puede despedir con total arbitrariedad sin que puedan defender sus derechos.
Si de verdad se quiere reparar la justicia, no apremia aprobar la elección de jueces y magistrados. No pasa nada, y sería encomiable, hacer una pausa y comenzar por reformar a las policías, con miras de largo alcance, y no dejarlo para después, como algunos han sugerido.
Transformar a las policías para generar instituciones consolidadas que prevengan bien los delitos y obtengan legítimamente las pruebas que luego analizarán los jueces y magistrados para fundar sus sentencias, cuyos integrantes sean profesionales y éticos porque encuentren estímulos, opciones reales de ascenso, capacitación permanente, seguridad laboral y la posibilidad de defender sus derechos. Francamente, en ello deberían de estar los legisladores.
En esa ruta, los legisladores, de entrada, deberían analizar de nuevo el párrafo segundo de la fracción XII del artículo 123 constitucional, según el cual todo policía dado de baja o afectado por cualquier forma de terminación del servicio, por más injusto e ilegal que haya sido, no podrá ser reinstalado nunca, y si acaso se le concederá una indemnización.
¿Qué policía tendrá incentivos para prepararse, respetar los derechos, denunciar los excesos y delitos de sus superiores, o mantenerse al margen de las tentaciones ante tan ominoso texto, que destruye por completo la carrera policial? Habrá algunos, sí, pero no son la regla.
Indudablemente, el paso uno para lograr una mejor justicia, anhelo de todos, es transformar al primer eslabón de esa cadena: las policías.