El silencio en las cunas

El silencio en las cunas

Algo está cambiando en México y en el mundo. No suena ya el bullicio de los niños en los patios o calles como antes, ni se escuchan tantas risas infantiles en los parques.

La natalidad ha entrado en caída libre, las cifras lo dicen con frialdad. En México, de tener una tasa de fecundidad de más de 6 hijos por mujer en los años setenta, hoy estamos por debajo de 2.

La tendencia no es solo nuestra. Japón, Italia, Corea del Sur o España, por mencionar algunos, registran tasas que ni siquiera garantizan el reemplazo generacional. ¿Qué está ocurriendo?

Muchos se apresuran a responder. “Es por comodidad”, “los jóvenes ya no quieren responsabilidades”, “prefieren viajar, estudiar o vivir sin ataduras”. Es un juicio superficial.

Basta escuchar a una generación que ha crecido entre crisis económicas, violencia cotidiana y empleos precarios para entender que no se trata simplemente de hedonismo o egoísmo, sino de una percepción de incertidumbre estructural.

La psicología ha empezado a explorar esta angustia. Algunos estudios hablan de una forma contemporánea de “ecoansiedad”: un temor al futuro por el colapso ambiental, el deterioro social o la inseguridad. ¿Cómo traer hijos a un mundo que parece desmoronarse?

Otros jóvenes no lo verbalizan así, pero lo sienten: los feminicidios, las desapariciones, la complejidad de la vida urbana, las largas jornadas por salarios insuficientes, la vivienda inaccesible, la violencia incluso en las escuelas. La decisión de no tener hijos no siempre es una elección plena, muchas veces es una renuncia forzada.

A ello se suma una vida cotidiana cada vez más asfixiante. Los jóvenes enfrentan enormes barreras para acceder a derechos básicos: la vivienda es un lujo, no un derecho; la educación de calidad se concentra en quienes pueden pagarla o quienes viven en las grandes ciudades; la salud pública está desatendida; incluso el esparcimiento tan necesario para la salud mental, se ha vuelto un privilegio.

La precariedad no solo limita las posibilidades materiales de tener hijos, sino también la energía emocional para imaginar un futuro con ellos. Y si se tiene uno, el miedo no desaparece. ¿Podré pagar una guardería? ¿Tendrá acceso a atención médica? ¿Estará seguro en la calle?

La caída de la natalidad, además, no es neutra desde el punto de vista económico. Las pirámides poblacionales se están invirtiendo. En países como México, esta tendencia obligó a una reforma al sistema de pensiones desde hace años: se abandonó el modelo de reparto solidario, en el que los trabajadores en activo financiaban a los jubilados, y se instauró uno basado en cuentas individuales, donde cada persona debe ahorrar para su propio retiro, administrado por entidades privadas.

Esta transición no fue fortuita, fue una respuesta anticipada al envejecimiento demográfico, ante el riesgo de que, en el futuro habría más pensionados que personas en edad de trabajar.

Las implicaciones son múltiples: disminución de la fuerza laboral, desaceleración del crecimiento económico, presión sobre los servicios de salud, necesidad de rediseñar las políticas públicas. Y, sin embargo, se sigue discutiendo la maternidad y paternidad desde un enfoque moralista o tradicional, sin atender factores estructurales que impiden que muchos jóvenes siquiera puedan imaginar un proyecto de vida con hijos.

No se trata de obligar a nadie a reproducirse. Ser madre o padre no debe ser un mandato social, sino una posibilidad libre y digna. Pero para que exista esa posibilidad se necesita transformar las condiciones, construir ciudades seguras, garantizar derechos laborales, crear políticas de cuidado al medioambiente y dar certidumbre económica.