En México, entre 80 y 90 personas de la comunidad LGBTQI+ son asesinadas cada año por ser quienes son. No por cometer un delito, no por hacer daño. Por existir. Por amar distinto, por no encajar en lo que se espera. Los matan por desafiar una norma que nunca los protegió.
Se dice así de crudo porque ya basta de disfrazar el odio con eufemismos. No es una “fobia”. No es miedo. Es odio puro, aprendido, cultivado, legitimado. Y mientras se siga tolerando que se maquille como “opinión”, “valores” o “libertad de expresión”, seguirá cobrando vidas.
Hay algo profundamente podrido en una sociedad donde un niño de 13 años muere tras ser golpeado por actuar “como niña”; donde una mujer trans es asesinada por un policía y su caso queda impune; donde un activista muxe es asesinado y nadie rinde cuentas. ¿De qué se está hechas y hechos como país si eso no indigna?
Este odio no nació ayer. Se arrastra desde la Colonia, donde la diversidad sexual se castigaba con cárcel y muerte. Hoy ya no hay hogueras, pero sí exclusión, burla, discriminación y violencia cotidiana. En canciones, en iglesias, en escuelas. En la cena familiar donde un “jotito” es motivo de vergüenza. En la mirada que juzga. En el chiste que minimiza. En la ley que no se aplica.
Lo más doloroso es que muchas veces este odio se gesta en casa. Desde pequeños enseñan que los hombres no lloran, que las mujeres deben comportarse, que el amor válido es solo el heterosexual. Esa idea, tan profundamente machista y binaria, marca el camino para que crezca la violencia hacia todo lo que no encaje.
Y este problema no es exclusivo de México. En al menos 64 países la homosexualidad todavía se castiga como delito. Y en 11 de ellos, incluso con la pena de muerte. ¿Cómo hablar de derechos humanos si en tantos lugares amar puede costar la vida?
Y no. No basta con ondear una bandera en junio. No basta con decir “yo respeto”. Aliarse no es posar, es actuar. Es hablar con hijas e hijos. Es confrontar el chiste LGBTfóbico en la oficina. Es exigir justicia por los crímenes de odio. Es abrir espacios, escuchar y dejar que las personas LGBTQ+ lideren su propia lucha.
Aunque se han logrado avances legales como el matrimonio igualitario o las leyes de identidad de género, la discriminación social sigue siendo brutal. Uno de cada tres jóvenes LGBT entre 13 y 24 años ha intentado suicidarse. ¿Imagina sentirse tan solo, tan rechazado, que se prefiera dejar de vivir?
La lucha por los derechos de la comunidad LGBTQI+ no es solo suya. Compete a todas y todos. Porque cuando se defiende su derecho a vivir sin miedo, también se está defendiendo el derecho a vivir en un país más justo, más amoroso y más libre.
Basta de mirar a otro lado. Basta de tolerar lo intolerable. La diversidad es riqueza. El respeto no es opcional. Y el amor –en todas sus formas– merece celebrarse. Todos los días.