La mecha en el auge de los fermentos parece haber sido encendida por una generación ocupada en la sostenibilidad y ávida de experiencias auténticas, por la búsqueda de una cultura alimentaria y nutricional en contrapropuesta a la comida rápida. Ciertamente tradición, vanguardia y biotecnología han congeniado para unir la historia milenaria del miso y el maíz en nuevas recetas fermentadas. Los cocineros han emprendido ya esa búsqueda incansable y, quizá sin retorno, de la complejidad en cada ingrediente.
Las partidas de fermentos parecen florecer en las cocinas de los mejores restaurantes del mundo. Ahí está Noma, Mugaritz, Central o Atomix, por mencionar algunos. Ya sea por gusto, salud, tradición o sustentabilidad, las razones para promover el consumo de alimentos fermentados sobran.
México no es ajeno a la tradición de los fermentos. Da testimonio el acervo bebible que pervive a pie de banqueta, en mercados y bares de vanguardia: tepache, pulque, tuba, pozol, colonche.
Felizmente, las migraciones, tendencias y devenires culinarios han traído a escena preparaciones y técnicas de otras latitudes: miso, vinagres, kéfir, kombucha, chucrut, salsas de soya y de pescado han encontrado lugar en las mesas mexicanas.
Técnicas asiáticas, alma oaxaqueña
Probablemente uno de los sitios donde esa inesperada fusión se hace más que evidente es Labo Fermento, un proyecto en la capital oaxaqueña que comenzó, precisamente como un laboratorio para extenderse a un restaurante.
Los ensayos pronto requirieron nuevo espacio y equipo apropiado. Al término del confinamiento, Labo Fermento cobró forma bajo el propósito de proveer miso, shoyu, chucrut, kimchi, encurtidos y vinagres a los restaurantes.
“Casi todos nuestros fermentos están basados en técnicas asiáticas. Yo empecé con los fermentos para usar los ingredientes locales de otra forma, pensé que mi experiencia podía aportar algo nuevo”, agrega Gilbert.
Aunque su paso por restaurantes de corte asiático, en San Francisco, dotó a Joseph de conocimientos básicos sobre fermentos, el nacimiento de Labo Fermento fue sin atajos, bajo el antiquísimo método empírico “prueba y error”. Lotes pequeños, diferentes porcentajes de materias primas y acopio de paciencia marcaron sus primeros días.
“Cuando empezamos no había tanta información como ahora, con The Noma Guide to Fermentation o La Alquimia del Koji. Lo más difícil fue trabajar con maíz, porque no hay muchas referencias para inocular koji (hongo) en el maíz”, reconoce el chef Joseph.
Hoy Labo Fermento produce entre 30 y 50 kilos de miso a la semana y Rogimar Al Ga, ingeniera en tecnologías bioalimentarias, es la jefa de fermentación de este restaurante especializado.
Miso elaborado 100 por ciento de maíz amarillo, blanco o azul, de frijol negro con hoja de aguacate o de chintextle (pasta de chile pasilla mixe), shoyu de frijol negro, garum de queso cotija y salsa de pescado a base de sardina y sal son algunos favoritos entre su clientela, como explica el equipo.
Más allá de las tendencias, para Gilbert, el cuarto azul (como le llama a su cámara fría) es una bóveda del tesoro, un lugar lleno de sabores que inspiran a crear nuevos platos, una invitación a encontrar las profundidades de cada ingrediente.
Fermentar para aprovechar cada parte del ingrediente
Baldío, primer restaurante cero desperdicios (zero waste) en la CDMX, ha encontrado en los fermentos una forma diferente de aprovechar mermas, utilizar la totalidad de las materias primas y dar nueva vida a ingredientes que “incumplen” los cánones estéticos preestablecidos.
“En la barra, los fermentos nos ayudan a tener bebidas bajas en alcohol y frescas, a brindar complejidad a nuestras creaciones. Tenemos una gran variedad de tepaches: maracuyá, tamarindo, jamaica y con eso creamos margaritas y mezcalitas. Ahora vamos a tener un mai tai de pulque”, describe Ariadna Patlán, encargada de producción de barra de bebidas de Baldío.
Baldega, centro de producción del restaurante, es donde el equipo de I+D (investigación y desarrollo) explota la creatividad en favor del cero desperdicio. Por ejemplo, el bagazo de limón se somete a una fermentación láctica, mientras que el sólido se deshidrata para hacer sal. Es así como, por cada 5 kilos de limón, sólo 10 gramos terminan en la composta, presume Ari.
Kombuchas basadas en infusiones herbales como cedrón, manzanilla, zacate limón o menta, vinagres de vino y de hinojo, tepache de xoconostle, garum de chapulín y de cerdo, lacto-limón, lacto-cebolla, miso de maíz, cheong (conserva coreana) de maracuyá, asomarse a los estantes y a la cámara fría de Baldega es descubrir decenas de posibilidades más allá de lo convencional.
La ciencia detrás de un fermento
De Asia hasta América, el furor no es gratuito. Además de ser una técnica milenaria de conservación, la fermentación dota a los alimentos de complejidad y profundidad, del anhelado encuentro con el quinto sabor o umami, y concede una carga probiótica que alegra al sistema inmunológico.
Siglos atrás no había más explicación que el arte de magia. Desde 1857 y gracias al químico y microbiólogo Louis Pasteur, hoy sabemos a ciencia cierta lo que ocurre en el microscopio.
Como resultado de un proceso metabólico, las bacterias, levaduras u hongos descomponen los azúcares en sustancias más simples, digeribles y nutritivas, definen los chefs René Redzepi y David Zilber en The Noma Guide to Fermentation.
Basta pensar en la compleja paleta aromática de un vino, en la riqueza sensorial de un pan elaborado con masa madre o en el rico aporte nutricional de un pulque para entender y valorar las dimensiones y posibilidades de la fermentación.