La muerte de un papa no es solo el cierre de un pontificado; es la apertura de un momento tan sagrado como político: el Cónclave. Ese encierro solemne de los cardenales ocurre en uno de los recintos más cargados de simbolismo y belleza que ha creado el ser humano: la Capilla Sixtina.
Allí, bajo el juicio de pinceles y colosales figuras, los hombres votan. El escenario no es neutral. En el techo están los nueve episodios del Génesis: desde la separación de la luz y la oscuridad hasta el embriagador momento en que Dios y Adán casi se tocan los dedos.
Y mientras todo eso los rodea, los cardenales votan a su nuevo jefe de Estado. El Cónclave es también un juego de poder. En 1978, en plena Guerra Fría, las potencias occidentales presionaban para frenar la expansión del comunismo en Europa del Este.
El elegido fue Karol Wojtyla, el papa Juan Pablo II, primer pontífice no italiano en más de 450 años. No era el favorito, pero como arzobispo en Polonia ya había desafiado al régimen comunista abogando por los derechos de los trabajadores.
Su elección no fue solo espiritual: fue estratégica. Reflejó una iglesia universal y una amenaza para el comunismo. La sospecha de que el atentado contra su vida en 1981 estuvo vinculado a los soviéticos refleja el temor que generaba su influencia.
Ahora, en otro Cónclave, los intereses geopolíticos, económicos y doctrinales vuelven a cruzarse. La elección de un papa redefine alianzas, marca el tono moral del mundo católico y mueve el ajedrez global. Y todo ocurre bajo el techo más hermoso de la cristiandad, pero también el más abrumador.
Desde México, tampoco se es ajeno a las propias versiones del Cónclave. Aquí también se negocian liderazgos bajo techos menos espectaculares, incluso opacos. Las elecciones, los pactos, las candidaturas parecen tan espirituales como terrenales. Y también aquí (como allá) se invoca al pueblo mientras se decide en lo alto.