La cuestión laboral en el centro del debate

La más sólida tradición de la dinámica capitalista es la reproducción ampliada de la derrota del trabajo, su menguada y menguante participación en el ingreso de las naciones, sean o no desarrolladas. Durante el programa neoliberal, esa disminución se ha hecho mucho más severa y se percibe como normalidad del presente y del porvenir imaginable. La populosa pobreza proletaria se vuelve a presentar como el castigo que, al reproducirse por impulsos primitivos, los pobres se autoaplican (Malthus dixit). Víctimas culpables y, en la llamada economía del conocimiento, del todo prescindibles.

En el caso de México, la franja del ingreso nacional que ocupa la remuneración al factor trabajo se encuentra muy lejos del 46 % que alcanzó en 1976 y tiende a un considerable adelgazamiento, entre otras razones, por el crecimiento de la informalidad y su anémica productividad. Los empeños gubernamentales por honrar la definición constitucional del salario mínimo —sin duda, un paso en la dirección correcta— no tienen impacto significativo sobre los salarios medios y, por tal razón, sobre la prometida dinamización del mercado interno. Tampoco resulta cercano el incremento de la inversión, al menos por la discutible fuente de certidumbre en la que el relato oficial quiere convertir al T-MEC; la privada, simplemente no anda de ganas, por más que declare una sospechosa simpatía por el gobierno que les canceló el jugoso negocio aeroportuario. La pública, confinada a los rigores de la austeridad, habrá de verse pospuesta mientras el gobierno comparta la ideología de la desconfianza neoliberal en el gasto gubernamental.

El caso del nuevo instrumento de integración de América del Norte, y la esperanza en ella depositada, llama poderosamente la atención. Cuando el resto del mundo percibe al actual gobernante de los EU como el supremo dador de incertidumbre, una lectura notablemente distinta desde el gobierno de México es, en el mejor de los casos, ingenua; la nueva versión del tratado, en la que se ha impuesto la voluntad de Donald Trump, choca de frente con nuestra vigorosa industria automotriz (libre comercio con costosos aranceles y reglas de origen que se ponen al servicio del nacionalismo económico del subnormal).

La peculiar experiencia de estas noticias del imperio ya metamorfoseó la generosa política migratoria de campaña en su contrario y, en un futuro particularmente cercano, someterá a supervisión la observancia de las normas y de los acuerdos en materia laboral. El gobierno de ayer apoyó la construcción del aeropuerto en Texcoco, a partir de compromisos con el exterior; el de hoy, parece imaginar que la presión de Canadá y los Estados Unidos logrará persuadir al capital que aquí se sirve de los miserables salarios para que le empiece a buscar otro atractivo al territorio anfitrión.

Lo cierto es que sí habrá algún cambio: frente a cualquier conflicto laboral en México, el gobierno ya no podrá voltear la mirada a otro lado; si acontece en una universidad pública, por ejemplo, ya no se podrá decir que, por ser autónoma y contar con presupuesto aprobado, el conflicto se puede colocar en estado de putrefacción. Ahora, por presión desde el exterior, todos —el gobierno, en primer lugar— aprenderemos a exigirle cuentas a las autoridades universitarias y, si es el caso, a las organizaciones de los trabajadores; cumplir con las normas, también con las laborales, es una obligación institucional (ahora lo será más) que no se podrá someter a ninguna voluntad burocrática.