El 1º de septiembre no solo comenzó un nuevo periodo en la Cámara de Diputados. Comenzó también la oportunidad de romper de una vez por todas con la simulación que durante décadas ha hecho de la política un espacio cómodo para los privilegios, pero violento y hostil para las mujeres.
La política no puede seguir siendo un club de poder donde se decide sobre su cuerpo y se les manda callar en la tribuna. O se convierte en un instrumento real de justicia social, o seguirá siendo un teatro vacío al servicio de unos cuantos.
Es necesario pues acabar con la violencia política contra las mujeres y garantizar el derecho a decidir sobre sus cuerpo.
La primera, porque ser mujer en la política en México es todavía sinónimo de sobrevivir. Sobrevivir a amenazas, a difamaciones, a hostigamiento digital, a presiones para renunciar.
Las quieren fuera, las quieren intimidadas, las quieren calladas. Pero ellas no lo van a permitir. En ese sentido se han presentado diversa iniciativas de ley para buscar sanciones más severas, expulsión inmediata de los agresores de cualquier cargo e inscripción obligatoria en el Registro Nacional de Personas Sancionadas. El mensaje es claro: quien violente a una mujer no tiene cabida en la democracia. Punto.
La segunda, porque en México los derechos aún dependen del código postal. En 18 estados las mujeres pueden interrumpir legalmente un embarazo hasta las 12 semanas; en el resto siguen siendo perseguidas como criminales, obligadas a viajar, a esconderse o a arriesgar la vida en la clandestinidad. Eso no es justicia, es tortura.
Por eso hay iniciativas sobre el tema que busca un piso parejo: que la interrupción legal del embarazo sea un derecho en todo el país: seguro, gratuito y libre de estigmas. Ninguna mujer debería ser tratada como delincuente por decidir sobre su propio cuerpo.
Ambas luchas tocan la misma raíz: el control sobre las mujeres. En lo público, la violencia política intenta silenciarlas. En lo privado, la penalización del aborto intenta controlarlas. Una democracia que calla a las mujeres en la tribuna y las criminaliza en los hospitales es una democracia falsa.
Por eso estas reformas no deben ser negociadas, ni moneda de cambio, no son “temas secundarios”. Son la frontera entre un México de simulación y un México de igualdad real.
La política no está para espectáculos ni para shows de gritos y sirenas en el Pleno. Está para garantizar que cada mujer pueda caminar libre, decidir sobre su cuerpo y participar en la vida pública sin miedo.
Porque si la democracia las quiere calladas o criminalizadas, entonces no es democracia: es opresión. Y frente a la opresión, las mujeres no van a retroceder. Nunca más.