La vieja normalidad

El video de una ejecución extrajudicial cometida por miembros de la Secretaría de la Defensa en el estado de Tamaulipas el 3 de julio de este año deja muchas preguntas y preocupaciones sobre lo que ha cambiado -o no- en materia de seguridad. El video, revelado por este diario, muestra un vehículo militar persiguiendo a una camioneta gris y disparando con una ametralladora mientras avanza por una carretera por la que circulan vehículos. La camioneta finalmente se detiene, pero los disparos continúan. Cuando cesa el fuego, algunos militares se acercan y gritan “está vivo”. “Mátalo, mátalo, a la verga”, responde otro. 

Inicialmente, la Sedena había comunicado que 12 “presuntos agresores” fueron “reducidos” durante el enfrentamiento. Sin embargo, días después del evento, este diario informó que entre los 12 muertos se encontraban 3 jóvenes que habían sido secuestrados y estaban con las manos y pies atados: un migrante de Chiapas, un estudiante universitario y otra persona de la que no se tenía información. Uno de ellos había muerto de un tiro en la cabeza, disparado de uno a tres metros de distancia. 

En respuesta al video, el secretario de la Defensa aseguró que la Fiscalía General de Justicia Militar ya investigaba los hechos. «En su momento, la Fiscalía nos hará del conocimiento cuáles fueron los resultados de las investigaciones y si en algún momento tiene que derivarlos hacia la parte civil…». La Constitución es clara al establecer que «cuando en un delito o falta del orden militar estuviese implicado un paisano, conocerá del caso la autoridad civil que corresponda.» ¿Por qué entonces investiga la Fiscalía Militar este caso? ¿Dónde está la autoridad civil? Este año la Sedena ha registrado 178 enfrentamientos en el país. ¿En cuántos de estos eventos ha habido muertes de civiles pero aún así solo son investigados internamente por el ejército?

El caso no muestra un fenómeno desconocido para el país. Más bien, ejemplifica lo que se ha normalizado con el despliegue militar: un uso de la fuerza letal propio de una lógica de guerra (que pone en riesgo a cualquiera), la falta de supervisión civil sobre la actuación militar, la aceptación social de que algunas personas son un enemigo interno “opositor” que el Estado puede/debe eliminar y que otros serán daños colaterales y, la erosión de derechos fundamentales (la culpa se presume con la muerte). 

Los hechos de Nuevo Laredo muestran además por qué es tan irresponsable el Acuerdo Militarista del 11 de mayo por el cual el Presidente facultó a las fuerzas armadas a hacer directamente tareas de seguridad pública sin ninguna regulación, fiscalización o control civil. Ese acuerdo es el vehículo para perpetuar las prácticas que desde el calderonismo son nuestra normalidad: los patrullajes «de rutina» que terminan en enfrentamientos y en el exterminio de «presuntos delincuentes» a quienes no se les tiene que probar nada.

Desde la campaña presidencial, López Obrador prometió un cambio en la política de seguridad. Abrazos, no balazos, decía. Sin embargo, desde hace tiempo es evidente que no hay cambio. El Ejército sigue ampliando su presencia más allá de sus funciones constitucionales, continúa la política de detener capos -sin afectar las redes financieras y de corrupción que permiten la existencia de sus organizaciones-, la política de drogas no cambia, las policías civiles siguen en el abandono y, como en el pasado, continúa la impunidad militar.