“Llano en llamas”, realidad provocada por el volcán

Lo que ayer era una zona semiboscosa, rica en flora y fauna silvestre, en la que además pastaba tranquilamente el ganado, hoy se ha convertido en un terreno desértico, infértil, muy superior al páramo que en su momento definió y detalló Juan Rulfo.

Sí, muy superior pero que, lamentablemente para muchos, hoy se ha convertido en una triste y pesarosa realidad, al menos para los colimenses, pues el “llano en llamas” está ahí, presente, ratificando que la ficción suele convertirse en hechos verídicos.

Muchas son las hectáreas antes verdes, las que ahora se encuentran sepultadas bajo toneladas y toneladas de piedra, rocas y arena, un material pesado y aún caliente, pues es el residuo de los flujos piroclásticos, conocidos como lava, que apenas horas antes derramó el Volcán de Fuego o de Colima.

Estos flujos, arrastrados por la fuerza de gravedad, recorrieron entre 10 y 12 kilómetros para llegar hasta este lugar conocido por los lugareños como Barranca Montegrande, llevándose consigo otras miles de toneladas de lodo y tierra que, a su vez, arrasaron con la vegetación, con animales, con todo lo que encontraron a su paso.

Se trata de un predio de difícil acceso, no solamente por su orografía, sino por las restricciones de los gobiernos federal y estatal, como parte de las medidas para cuidar y garantizar la seguridad de la población.

Para llegar a Montegrande, barranca cercana a las poblaciones de Montitlán y Quesería, municipio de Cuauhtémoc, fue necesario un vehículo todo-terreno para recorrer alrededor de 4 ó 5 kilómetros a partir de la carretera que conduce de estas poblaciones a los municipios de Villa de Álvarez y Comala.

Al principio se trata de un trayecto con clima agradable y vistas panorámicas, en las que abundan los montes y espacios verdes aderezados con cabezas de ganado que pastan tranquilamente.

No obstante, el ambiente se torna cada vez más sombrío, pues la verde vegetación se comienza a ver de color gris o blanco, cubierta por un velo espeso de ceniza, al tiempo que va desapareciendo el rumor del viento, el murmullo del agua que corre a los lados de la brecha y, con ello, el agradable sonido de las aves canoras.

También callan las voces de quienes viajamos en el vehículo conducido por Ernesto Muñoz, pues éste parece poner mucha atención al camino, mientras que Nicolás Tavira, fotoperiodista, simula estar absorto en la revisión de su equipo, tarea que sin embargo ya había realizado antes, cuando arribamos al refugio temporal en Comala.

Es notorio que lo que enfrentamos los tres es un nerviosismo derivado de la cercanía con un lugar riesgoso, harto peligroso, pues sabemos que es hasta donde ha llegado la lava que arroja el Volcán de Colima.

Atrás de nosotros viajaban también dos camionetas con personal de la Comisión Nacional del Agua (Conagua) que, sin embargo, se fueron rezagando pues, más tarde lo sabríamos, se detenían para tomar muestras del agua que corría a los lados del camino.

De pronto, y tras tomar una cerrada curva en el de por sí sinuoso, estrecho y rústico camino, apareció frente a nosotros una infranqueable mole de rocas, ceniza y árboles y arbustos a medio quemar: ¡Habíamos llegado a nuestro destino!

Sabedores del peligro que enfrentábamos, giramos instrucciones al chofer Ernesto para que maniobrara y acomodara la camioneta para el regreso, en tanto nos disponíamos a tomar gráficas y nota de cuanto observábamos y escuchábamos a nuestro alrededor.

Teníamos la creencia de ser los primeros en llegar a esa área, pero no era así, pues nos sacaron de ese error diversas huellas de calzado tipo minero.

“Son de los de la Comisión Federal de Electricidad”. Así nos lo explicaron los técnicos de la Conagua que finalmente arribaron al lugar, quienes tras informarnos que el agua era apta para su consumo, nos mencionaron que aquéllos habían ido a revisar las torres de alta tensión que se encontraban en esa zona.

Y es que varias de esas estructuras fueron alcanzadas en su base por la avalancha volcánica que había llegado hasta ahí entre la noche del jueves y la madrugada del viernes.

Caminábamos sobre rocas y un endeble, movedizo y peligroso piso de polvo de roca volcánica, excesivamente caliente, provocando una temperatura superior a los 45 grados centígrados.

Es difícil describir, y más aún explicar lo que observábamos y escuchábamos: Un sitio desértico, calientísimo, peligroso, sin más ruidos que los que provocábamos, con un medio ambiente sin sol a pesar de que era el mediodía del viernes, pues era ocultado por la espesa nube de ceniza que nos cubría.

Sobre el arenoso y pantanoso suelo eran notorias las manchas amarillas o de color café, debido al exceso de azufre, así como pequeñas, medianas y grandes columnas de humo que emergían de las entrañas, ocasionadas por los troncos de los árboles aún encendidos en su sepulcro.