El presidente López Obrador había conseguido uno de sus más caros propósitos: que la podredumbre que ahoga al Poder Judicial se airera, se exhibiera y se discutiera. Logró que el asunto se insertara en el debate público, espacio del que no debe salir sino hasta que se cumplimente la depuración total del aparato impartidor de justicia. Sin embargo, lo que vino luego, el desaseo provocado por la innecesaria perentoriedad con que se tramitó una reforma constitucional de gran calado y de muy complicada implementación, desvirtuó lo que será, a mi juicio, su mayor legado: la construcción de una conciencia ciudadana firmemente convencida de que el México justo y próspero al que la nación aspira será viable, sí y solo sí, se cuenta con un sistema de justicia libre de corruptelas.
Como vía práctica para arrancar de raíz la maraña de complicidades que infestaba al Poder Judicial en su formato anterior, el primer mandatario discurrió, primero, despedir a los juzgadores sin distingos de niveles y jerarquías -dejando a salvo sus derechos laborales- y segundo, elegir sus sustitutos por medio del voto libre, universal, directo y secreto. Fiel a su oferta de transformar México, López Obrador va a terminar su mandato habiendo dejado impreso en la ley suprema de la nación el basamento para un nuevo régimen político. Tocará a su sucesora, la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, edificar ese segundo piso que promete, sin precipitaciones sí, pero sin retrocesos.
Nadie la criticará si procede a limar las aristas más cortantes que origina, a querer o no, cualquier cambio verdadero, ni que reoriente medidas de su predecesor que no han dado los resultados esperados. Si ya instalada en la Presidencia de la República priva la sensatez y el buen modo en sus primeros pasos, a buen seguro que no se escucharán voces -ni desde Palenque ni desde ningún otro sitio del país- tendientes a menoscabar la autoridad de la primera mandataria mujer en la historia de México, ni a poner en riesgo la unidad del movimiento popular que da sustento y fuerza a la Cuarta Transformación.
De la oposición partidista, maltrecha y fracturada luego del papelón que hizo a lo largo de este complejo proceso reformador, no se espera nada, ni bueno ni malo. En situación similar quedaron sus voceros oficiosos que no han podido articular una estrategia diferente al su desgastado negacionismo contra López Obrador. A la fecha no se sabe de una sola propuesta del conservadurismo que no sea dejar las cosas lo mismo que estaban antes. En otro orden de ideas, el nuevo gobierno deberá estar atento a las fluctuaciones de los indicadores económicos para -sin dejarse presionar por los agoreros del desastre- estar presto a adecuar lo adecuable y a corregir lo corregible.
Para evitar que fracase el mecanismo electivo previsto en la reforma judicial se requerirá: 1) que las leyes secundarias que la reglamenten hagan factible el proyecto, considerando la realidad del país que tenemos y los medios con que contamos; 2) que el INE cumpla con su eficacia reconocida la difícil misión de organizar un proceso inédito en el mundo; 3) que las listas que toca elaborar a los tres poderes de la Unión valore muy principalmente la reputación de los aspirantes y excluya a los impreparados; 4) que los partidos políticos -incluyendo por supuesto el oficialista- y los enclaves de poder económico se abstengan de financiar aspirantes; 5) que se penalice con dureza toda transgresión y, 6) que el mecanismo se transparente de principio a fin a satisfacción de los participantes. Cierto: muchas son las condicionantes para llevar a buen término la monumental tarea de crear, a través del voto ciudadano, los nuevos aparatos de justicia del país. Ese será, amigo lector, el primer gran desafío de la Cuarta Transformación en su segundo sexenio de vida y, claro, también del gobierno de Claudia Sheinbaum.