El viaje por tierras purépechas continúa en el transcurso de la noche y visitar los panteones, más que una obligación, se convierte en una necesidad, para ver de cerca y sentir la fuerza de las raíces prehispánicas que sostienen a la cultura mexicana.
El sólo ver las luces de las velas y el humo del copal a lo lejos, oir los cánticos y rezos mientras la gente se arremolina para tratar de entrar al cementerio hace poner la piel chinita, pero nada comparado con el momento preciso de tenerlo ante los ojos, cualquier descripción puede quedarse corta.
Las imágenes de las tumbas iluminadas por decenas de velas, con gente que adorna las criptas y los montículos de tierra o coloca comida sobre ellas se repiten una y otra vez, lo único que cambia es el nombre del difunto y de los familiares que junto a él pasarán la noche.
Entre rosarios, cánticos, abrigos, cobijas, ponche o café o incluso una buena bebida espirituosa, mujeres y hombres, chicos y grandes, les hacen compañía por una noche a quienes ya se han ido pero siguen aquí, en la memoria, dando vida a una tradición que celebra a la muerte.