Nuevo federalismo

Ya quedó claro que las soluciones a los problemas del país no surgirán de las políticas públicas del gobierno federal sino de las capacidades, habilidades e inventiva de los gobiernos locales y de la sociedad civil.

La estructura federalista del Estado mexicano definida por las élites decimonónicas, ratificada por los constituyentes de 1917, si bien nunca logró su plena realización por la praxis caudillista y autoritaria; cuya máxima creación fue la monarquía presidencial de los regímenes posrevolucionarios, sí logró asentarse en innumerables ordenamientos jurídicos.

De esta suerte nuestra realidad política siempre ha estado jaloneada por una triple contrahechura: la cultura popular tiende al paternalismo, la cultura política está modelada por el presidencialismo centralista, la cultura jurídica es exquisitamente federalista.

La transición democrática —1988-2000— no logró alinear lo político y lo jurídico. Algo se avanzó, pero sus iniciales frutos se pudrieron. De sus entrañas brotaron grotescos especímenes como gobernadores. El feudoralismo pervirtió al federalismo.

La reacción cívica repudió tanto desmán en las urnas. Pero de nueva cuenta hemos caído del sartén a las brasas: un ominoso centralismo se cierne sobre la nación.

La crisis integral desatada por la pandemia del Coronavirus-19 ha desvelado, mejor que cualquier estudio politológico, la naturaleza del actual régimen.

En esta crítica coyuntura se le puede aplicar la prueba del federalismo a sus acciones y, como anillo al dedo, definitivamente reprueba.

Todos los proyectos e iniciativas surgidos de los gobernadores, de las organizaciones sociales o empresariales independientes, se han topado con el rechazo insultante, el modito engañoso y, en el mejor de los casos, con el clásico: ni los veo ni los oigo.

Estamos como en el laureado film Volver al futuro (Zemeckis-Spielberg-Gole; 1985), embarcados en un viaje pensando viajar al futuro y por error recalamos en el pasado.

En efecto, México parece estar en 1835, cuando los conservadores centralistas se impusieron a los liberales federalistas y derrumbaron la primera república federal creada por la constitución de 1824.

Ahora, como en aquel entonces, serán los estados y las regiones las que por sí mismas deberán resolver sus problemas.

Ya está claro: de lo alto de la sacra pirámide no descenderá la serpiente emplumada dispensando soluciones racionales, estructuradas y eficaces para superar la crítica situación del país en el corto, mediano y largo plazos. Sí, hará llover dinero en efectivo para su adoración y culto, pero como el agua, se escurrirá: lamentablemente los pobres seguirán pobres.

Por necesidad y urgencia ya emerge, en la práctica, un nuevo federalismo sano y constructivo en varias zonas del país; en los estados del noreste, en los del centro-bajío-occidente los actores sociales y económicos se emancipan del yugo psicológico del presidencialismo providencial.

Esta crisis enseña que los principios clásicos del orden social son la solidaridad y la subsidiariedad: que la casa se construye de abajo hacia arriba, que debe haber tanta sociedad como sea posible y solo tanto Estado como sea necesario y que el sujeto mayor no debe sustituir al ente menor.