La reducción de la jornada laboral, de 48 a 40 horas semanales, se ha convertido en uno de los temas centrales de debate. El gobierno lo ha presentado como una conquista histórica para los trabajadores mexicanos, un intento de homologar las condiciones con estándares internacionales, que privilegian la calidad de vida.
No se trata de un fenómeno nuevo. La historia laboral en México muestra que cada avance fue precedido por intensos conflictos. Las ocho horas de trabajo que hoy parecen naturales, fueron una demanda central de los obreros desde finales del siglo XIX. La huelga de Cananea de 1906 y la de Río Blanco en 1907 dejaron claro que las condiciones inhumanas de explotación ya eran insostenibles. Décadas más tarde, el Constituyente de 1917 dio forma a un derecho laboral pionero en el mundo: la jornada máxima de ocho horas, inscrita en el artículo 123 constitucional. Aquella conquista no fue una dádiva generosa del Estado, sino la respuesta a un movimiento obrero que había pagado con sangre su exigencia.
Hoy, más de un siglo después, la discusión se repite con otros términos. Los empresarios advierten, o al menos ese es su discurso, que reducir de 48 a 40 horas semanales ocasionaría pérdidas millonarias, menos competitividad y hasta desempleo. Es el mismo argumento que se esgrimió cuando se estableció el salario mínimo, cuando se reconoció el reparto de utilidades, o recientemente, cuando se amplió el derecho a vacaciones dignas. En todos esos casos los augurios catastróficos no se cumplieron; por el contrario, se considera que esas reformas fortalecieron la cohesión social y abrieron espacios de bienestar que impulsaron la productividad a largo plazo.
La comparación internacional desnuda el atraso mexicano. En Francia, la jornada de 35 horas rige desde el año 2000; en Alemania, la media se ubica entre 35 y 37 horas según el sector; en Países Bajos el promedio es de 36 horas, con fuerte arraigo de esquemas flexibles; en Dinamarca y Noruega ronda las 37 horas; y en España que mantiene las 40 horas ya se discuten planes piloto para reducir a 37.5 horas, e incluso experimentar con semanas laborales de cuatro días. Lejos de afectar la competitividad, estos países se encuentran entre las economías más dinámicas e innovadoras del planeta, con altos índices de productividad y bienestar.
La pregunta es inevitable: ¿por qué en México se sigue atrapado en el fantasma de la improductividad? La respuesta está en que las normas laborales no nacen en un vacío técnico, sino en un campo de fuerzas donde pesan mucho los intereses de las élites económicas. Así como en 1917 el artículo 123 reflejó la presión obrera frente a patrones y hacendados, hoy la reducción de la jornada enfrenta la resistencia de cámaras empresariales, que ven en cada hora recortada una merma en su riqueza.
La disputa por las 40 horas no debe entenderse únicamente como un ajuste administrativo. Es un espejo de lo que se quiere como nación: Si un modelo de desarrollo que mide el éxito solo en utilidades empresariales, o uno que reconoce que el bienestar de los trabajadores –su salud, su tiempo libre, su derecho a vivir la vida familiar y cultural– es la verdadera base de la prosperidad colectiva.
En el fondo, la reforma laboral plantea un dilema mayor: ¿serán las leyes en México una herramienta de transformación social, o seguirán siendo rehén de los cálculos de los poderes fácticos? La respuesta no solo definirá la jornada laboral del futuro, sino también el tipo de país en el que queremos vivir. Y es que, más allá del debate parlamentario, o de las advertencias empresariales, la decisión última se encuentra en Palacio Nacional, donde se traza el rumbo de la Cuarta Transformación. Si este gobierno quiere ser congruente con su identidad humanista y su lema “primero los pobres”, la reducción de la jornada laboral debería convertirse en un mandato presidencial, que abra un nuevo capítulo en la justicia social.