Romper la soledad

No hay adjetivo que alcance a describir los sentimientos provocados por la noticia de lo que aconteció el viernes pasado, cuando un alumno que cursaba sexto año de primaria en un colegio del norte del país asesinó a su maestra con un arma de fuego, para después quitarse la vida. La corta edad del niño, apenas once años, hace que el hecho sea más difícil de asimilar. Pensar que alguien que está iniciando su vida pueda ser el artífice de este tipo de acontecimientos nos obliga a reflexionar sobre cuáles fueron los motivos que lo orillaron a hacerlo.

La realidad de nuestro país y del mundo no es sencilla. En México, la espiral de inseguridad que inició hace años alteró profundamente nuestro orden social. El miedo a ser víctima de la violencia ha hecho que las interacciones sociales se reduzcan, que los niños ya no puedan salir a la calle y que sus espacios de convivencia sean limitados. Ha generado que las nuevas generaciones crezcan en esta realidad y que no conozcan un tipo de vida en que la violencia no sea común.

Al mismo tiempo, el acelerado crecimiento de la tecnología hace que cualquier persona pueda acceder a contenidos difíciles de asimilar, sobre todo para niños. Esto ha ocasionado que las autoridades locales señalen que el comportamiento del menor estuvo influido por la violencia de un videojuego, vínculo que no ha podido ser comprobado.

Dentro del ambiente escolar, todo parece indicar que el menor se desenvolvía de manera correcta; el colegio en que ocurrieron los hechos es una institución privada con prestigio académico y él era considerado un alumno de excelencia, de acuerdo con la información que ha trascendido. Se tendrá que profundizar para saber cómo era la relación con sus compañeras y compañeros, a sabiendas de los catastróficos efectos que el acoso escolar provoca en las personas jóvenes.

Por otro lado, aunque la información del contexto familiar y social en el que el niño se desenvolvía es aún limitada, se sabe que su madre perdió la vida recientemente, que él vivía con sus abuelos y que el contacto con el padre era escaso, por motivos laborales. La pérdida de una madre o padre es dolorosa en cualquier momento, pero resulta devastadora en edades tempranas. Es muy difícil imaginar lo complejo que era para el niño enfrentar las presiones escolares, la violencia y las dinámicas sociales, sin contar con un núcleo familiar sólido.

Lo que ocurrió el viernes pasado en nuestro país es un espejo de muchas realidades. Refleja, por un lado, la brutal mezcla entre el acceso a contenidos violentos y las complejidades familiares y sociales. Refleja también la necesidad que, como sociedad, tenemos de hacer una introspección emocional para atender a quienes sufren en silencio. Recordemos que, en México, siete jóvenes se suicidan cada día: uno cada tres horas. Muchas más son las personas jóvenes que tuvieron pensamientos suicidas, pero no los llevaron a cabo.

La epidemia de violencia en México ha vuelto más vulnerables a las nuevas generaciones. La comercialización y distribución de contenidos violentos a través de redes sociales y otras plataformas profundiza los potenciales daños a los que están expuestos las y los menores. A esto se suma el aislacionismo al cual, como sociedad, estamos entrando; cada vez más, las relaciones sociales se realizan a través de un teléfono, haciendo de los diálogos entre personas algo secundario.

En México existen muchos niños, niñas y jóvenes que no logran exteriorizar sus emociones, en particular las que les causan dolor. Esto es aún más delicado cuando las relaciones familiares no son estables. Por ello, es necesario que, como sociedad, trabajemos para detectar estos casos y para reivindicar los valores que pongan en el centro el bienestar de las personas.

Solamente así podremos romper la barrera de la soledad tras la cual se encuentra un amplio sector de la población y, con ello, evitar que casos como el recientemente ocurrido se conviertan en algo común.