México abre una etapa inédita en la historia de la Suprema Corte, pues por primera vez, las y los ministros llegan tras un proceso electoral que despertó entusiasmo y escepticismo.
Desde este mes patrio, la legitimidad de la Corte ya no solo se jugará en la interpretación de la Constitución, sino en su capacidad de preservar independencia frente al poder político.
Esta prueba de fuego, que incluye resolver asuntos controvertidos (como la prisión preventiva oficiosa, el aborto, los derechos de las infancias trans o las concesiones mineras), no es un debate técnico: es un reto de sociabilidad de la justicia.
Este término, proveniente de la sociología jurídica gracias a pensadores como Georg Simmel, Émile Durkheim y Norbert Elias, recuerda que la justicia no es solo el acto de dictar una sentencia, sino la capacidad de generar confianza social, reconocimiento mutuo y legitimidad política en la aplicación de la misma.
El ahora presidente de la Corte, Hugo Aguilar, abogado mixteco con trayectoria en la defensa de los derechos indígenas, ha prometido autonomía, apertura y modernización.
Su discurso busca marcar distancia con el partido y mostrar un tribunal dispuesto a celebrar audiencias públicas y redistribuir casos para dar celeridad a las decisiones.
Sin embargo, el verdadero examen será político y social: ¿la ciudadanía percibirá que sus resoluciones emanan del derecho o que responden a compromisos partidistas? La sociabilidad de la justicia dependerá de esa percepción.
Los casos que aguardan resolución son determinantes. La prisión preventiva oficiosa, criticada por organismos internacionales, pondrá a prueba a las y los miembros de esta nueva Corte.
El aborto y los derechos de las infancias trans, donde ya existen precedentes, medirán si la nueva integración mantendrá la línea de avanzada o retrocederá frente a las presiones locales y nacionales.
Las concesiones mineras y de agua abrirán la puerta a conflictos entre comunidades, empresas y Estado, donde el tribunal tendrá que demostrar equilibrio.
Cada caso no solo implica un dilema jurídico, sino un acto de sociabilidad; es decir, la confirmación o ruptura de la confianza ciudadana en la justicia.
De nada sirve una Corte formalmente autónoma si sus fallos son vistos como complacientes con el poder. Tampoco bastan reformas internas si no se traducen en actos de mayor cercanía con la ciudadanía.
El reto, entonces, es mayúsculo: en un país marcado históricamente por la desconfianza hacia las instituciones de justicia, la nueva Suprema Corte deberá demostrar que puede sostener la independencia que la Constitución le confiere, y que puede recuperar la sociabilidad perdida de la justicia.
Porque sin esa sociabilidad, es decir, sin confianza, sin legitimidad, y sin credibilidad, nuestras instituciones encargadas de procurar e impartir justicia corren el riesgo de volver a ser esas estructuras contra los que tanto se luchó cuando se fue oposición.