Aquel 1973 fue un año turbulento para Chile. El presidente socialista, Salvador Allende, enfrentaba un reto gigantesco: revolucionar al país en un contexto de extrema polarización.
La política exterior agresiva de Estados Unidos, aunada a la oposición de gran parte de la población chilena al gobierno de la Unidad Popular, generó un ambiente en el que la sedición y la conspiración pudieron tener éxito.
En un momento histórico marcado por la Guerra Fría, el gobierno de Allende, primer socialista en ser electo democráticamente en el mundo, tocó puntos sensibles para Estados Unidos: nacionalizó el cobre, profundizó la reforma agraria y estableció una alianza política con Fidel Castro.
La olla a presión en la que se convirtió Chile como consecuencia de ese contexto estalló el 11 de septiembre de 1973, cuando Augusto Pinochet (apoyado por el gobierno de Richard Nixon) asumió el poder de forma brutalmente violenta.
Allende, tras dar un discurso inspirador en el que expresó su confianza en el futuro de Chile, se quitó la vida. Con su muerte se enterró el sueño de un país más justo e igualitario y comenzó una sombría dictadura de 17 años.
Mis abuelos eran profesores de histología en la Facultad de Medicina y de Odontología de la Universidad de Chile. No eran particularmente activos en la política, pero votaron por Allende con la convicción de que su país emprendería un rumbo esperanzador.