Violencia estatal

La magnitud de los feminicidios en nuestro país, ha generado el amplio y genuino movimiento social que estamos viviendo. Su objetivo inmediato es evidenciar las muertes y exigir soluciones. También, señalar las improvisaciones e incapacidades de las autoridades federales y locales. Igualmente, exponer la enorme impunidad a la que se llegó en el pasado y se mantiene en el presente. Con la marcha programada para el domingo 8 de marzo y el paro del lunes 9 siguiente, se buscará expresar la fuerza moral y ciudadana del reclamo, su legitimidad y relevancia. Se demandará la cimentación de un camino, cierto y concreto, para comenzar un proceso de reconstrucción no personificado. El rechazo que el presidente de la República ha manifestado hacia el movimiento y los colectivos que lo nutren, tiene que ver con esta preocupación. Con el temor a perder el monopolio que se ha arrogado como única voz moral del país, frente a lo que las mujeres están exigiendo. En el revuelo de demandas y movilizaciones, hay aspectos de la violencia contra las mujeres que van quedando ocultos, pero que conviene recordar para que sean incorporados en las distintas fases de una lucha que, desde luego, no concluirá el 9 de marzo.

Cuando se habla de violencia contra las mujeres, de inmediato queda evocada su modalidad física y verbal. Se piensa en familiares o amigos de las víctimas que las agreden o matan, o en miembros del aparato estatal que encubren a los agresores. En esta explicación, los males se entienden producidos activamente por particulares y permitidos o tolerados por omisos agentes públicos. Sin embargo y frente a la narrativa dominante, debemos reconocer que hemos llegado a un punto en el que las autoridades del país llevan a cabo actos concretos de agresión directa contra las mujeres. A una situación en la que las agresiones se producen por quienes tienen las facultades para prevenirlas, remediarlas y sancionarlas.

La condición individual de los miembros de las sociedades modernas está mediada por actuaciones de las autoridades. Nadie puede proveerse por sí mismo la totalidad de los elementos que definen la vida misma. La comida que comemos, la energía que consumimos o los centros de salud y los de educación, dependen de acciones de autoridades o de particulares supervisados. Pero ¿qué sucede cuando tales actuaciones se ven disminuidas o despreciadas por específicas decisiones políticas?, ¿qué pasa cuando se suprimen las formas de apoyo a las mujeres, las cuales les permitirían empoderarse para resistir las violencias que sufren?

El problema de nuestro tiempo no es que solo haya malas prácticas jurídicas en la prevención, investigación y sanción a los feminicidios. Otro inconveniente es la eliminación de programas que permitían apoyar a las mujeres con guarderías, casas de refugio o insumos de salud, así como el que no se haya iniciado esfuerzo alguno por desarrollar campos como el de cuidados, no solo a niños sino también a personas con discapacidad y adultos mayores, al que tan inequitativamente dedican su tiempo las mujeres. El actuar del gobierno debiera desplegarse en una amplia banda de posibilidades: normativa, para generar reglas; presupuestal, para asignar recursos; técnica, para construir estrategias; y, humana, para capacitar personas. Si expresamente no se actúa con inteligencia en cada ámbito, el decisor debe tener claro que está generando consecuencias sobre vidas humanas. Que no solo está desplegando sus juegos personales y acomodando piezas en el gran tablero de la vanidad o de sus conversaciones con la historia o el destino propio.

Las mujeres han decidido enfrentar esta crisis que se realiza contra sus cuerpos y vidas. Los gobiernos no pueden reducir su actuación a los reclamos más visibles y lamentables del fenómeno civilizatorio que estamos viviendo. Tienen que entender que, sin su adecuada y capaz actuación, otras formas de violencia seguirán cometiéndose. Que esas formas se deberán a las decisiones que en el presente se están tomando o dejándose de tomar.