Vivir sin política

Existe una noción de que la auténtica democracia significa la construcción de un vínculo permanente y recíproco entre el Estado y sus habitantes. Ser un ciudadano “consciente” es el ideal por el que luchan las clases educadas. Durante décadas el discurso público ha ido orientado hacia esta noción, la politización del individuo es vista por las élites como la solución a los problemas que aquejan la democracia. En teoría, esto parecía tener una lógica impecable. Entre más conscientes y más politizados estén los individuos, más ejercerán un contrapeso sano al poder del gobierno, y con ello abonarán a construir una verdadera democracia. Sin embargo, el estado de la política actual parece mostrar que asumir esto es una gran equivocación.

Es plausible decir que nunca antes en la historia del mundo, un porcentaje tan alto de la población ha participado en las discusiones públicas. Aunque existe una brecha digital que no deja de crecer, es innegable que hoy, como nunca, los individuos participan en la vida política de un Estado. Las redes sociales han tenido mucho que ver con esto. Las redes han ampliado las posibilidades de participación y al mismo tiempo, han generado una comunicación pública e interacción más directa entre individuos.

El resultado ha sido la caída estrepitosa de las jerarquías políticas e intelectuales y el establecimiento de una discusión pública más amplia. Las torres de marfil han caído y sus exhabitantes ahora luchan a muerte en zócalos y plazas. Al caer la torre, las discusiones son menos profundas, pero en muchos sentidos más reales. Esto tiene ventajas y desventajas prácticas para el funcionamiento de un Estado. Un urbanismo de torres de marfil, crea una política de la grandilocuencia y la simulación; un urbanismo de plazas y zócalos atiborrados crea una política del anti-intelectualismo y el populismo. Ambos mundos tienen sus próceres y sus monstruos.

Sin embargo, la caída de las torres y la popularización de la opinión pública ha traído consecuencias insospechadas para el individuo: el acotamiento de su propia libertad. El individuo ha sido absorbido por una nueva “moral pública” que le exige su participación absoluta en la polis. Para ello, el individuo debe renunciar a cada resquicio de su vida privada en pos de un “mundo mejor”. Hay un ímpetu invisible que arrastra a los ciudadanos a politizar cada aspecto de su vida basado en una creencia de que esto es sano y deseable. Pero el reino de la corrección política es también un autoritarismo moral.

Como consecuencia, se ha renunciado a la posibilidad de tener espacios autónomos para experiencias no politizadas o ideológicas. Todo tiene que ser político. En el fondo, se ha permitido que la politiquería, la ideologización y las tendencias morales tomen control de todas las decisiones de la vida. Esto no necesariamente vuelve a las sociedades más sanas, sino que las vuelve más vigilantes, más paranoicas y con ello campos fértiles para la ansiedad. La ideologización del proceso de toma de decisiones acaba encasillando la libertad en dilemas políticos, que por definición, son simplistas, reducidos y siempre coyunturales. Lo que es “correcto” un día, al día siguiente no lo es.

Mucha gente cree que la politización del individuo y de su individualidad presupone un avance positivo. Hay sin duda grandes victorias, muchas luchas sociales legítimas se benefician de ello; pero al mismo tiempo muchas vertientes de estas luchas acaban acaparadas por esta nueva versión del totalitarismo político-moral. En realidad todo cambio social viene con resultados mixtos. La politización masiva de las sociedades ha dado voz a causas necesarias, pero también ha traído a Trump, a Bolsonaro y a Le Pen. De esa misma forma, la politización de la individualidad que ha permitido cuestionar los modelos de vida, puede acabar por volver rehenes de la moral y la política pública. Hay que tomar lo político, pero no podemos dejar que lo político nos tome a nosotros. Acotar su espacio. Vivir nuestra individualidad sin el yugo de lo político.