El pianista lituano Rokas Valuntonis presentó una selección de obras para piano de Edvard Grieg, Claude Debussy, Felix Mendelssohn, Balys Dvarionas y Frederic Chopin en el Templo de la Compañía de Jesús Oratorio de San Felipe Neri en Guanajuato, como parte de la programación del Festival Internacional Cervantino.
Valuntonis, que ha ganado una veintena de concursos como el Queen Morta, el Internacional de Música Societa Umanitaria 2013 (Italia) y el de Piano de Campillos 2018 (España), empieza con las miniaturas de “Album leaves. Op. 28”, de Grieg, que interpreta con delicadeza y precisión, a la manera de quien analiza el mecanismo de un reloj para repararlo. Sigue el ritmo con un ligero temblor de pies, marcándolo para sus adentros; moviendo la cabeza de un lado a otro.
Entre pinturas anónimas de arte virreinal, bajo la luz que se filtra por los ventanales de la cúpula, Valuntonis sigue con Claude Debussy, las cuatro piezas de la Suite Bergamasque y el inconfundible “Clair de lune”. La propia armonía creada por los ritmos cortos del compositor: huellas y ecos que se arrastran y resuenan en la bóveda del techo.
El pianista, ágil, da un brinco al frente del público. De pie —viste un traje negro, una camisa blanca y un moño en el cuello— junta las manos tras la espalda, sonríe, inclina la cabeza y agradece. No es la primera vez que esto pasa. El furor, una especie de efervescencia y pasión; algo intempestivo, contundente, difícil de nombrar, lo hace salir del escenario, atravesar la tarima y volver, casi de inmediato, entre aplausos. Tres, cuatro, cinco veces.
Cuando no suceden estos lapsos de fervor, los espectadores tienen una actitud contemplativa, como si se tratara de una oportunidad de estar a solas, por primera vez, consigo mismos. No se necesita mucha imaginación para percibir los fantasmas de un baile centenario, envueltos en niebla, alrededor de Valuntonis.
Un tintineo que va de un extremo a otro de la escala y llega el turno del “Rondo capriccioso. Op.14”, de Mendelssohn, mientras que se fija en el ambiente una escena particular. La luz artificial de los reflectores proyectándose sobre el joven pianista, coincidiendo con la luz de la tarde, que se filtra por los ventanales. Se acerca el final con Chopin y el “Andante spianato” y “Grand polonais brillante. Op. 22”.
A espaldas del músico, un hombre de traje y boina escucha, sentado a los pies de un Cristo sangrante. Se queda ahí hasta que a Valuntonis le entregan un pequeño ramo de flores y sale del escenario para regresar a los pocos segundos, agradecer entre aplausos, sonreír. Tres o cuatro veces.