Se han dicho y escrito muchas cosas acerca de lo que está sucediendo en Bolivia, queridos lectores. Algunas son ciertas, otras son falsas, otras están ligera o grotescamente exageradas. Como casi siempre que alguien pretende presentar un asunto complejo en blancos y negros, en términos absolutos, la realidad termina estando en el terreno de en medio.

Vamos por partes: Evo Morales, el depuesto primer mandatario boliviano, no era ningún santo, pero tampoco el demonio que se nos ha pintado. Tuvo un desempeño más que aceptable a lo largo de 12 años, durante los cuales Bolivia tuvo niveles de crecimiento económico promedio anual del 4.9%, de acuerdo con la Cepal. Las finanzas públicas, ayudadas al principio por altos precios de materias primas, se mantuvieron durante ese periodo en niveles razonables, si bien hacia el final ya apuntaban mayores niveles de déficit público. Considerando la fragilidad histórica de la economía boliviana, fueron doce años de bonanza con costos relativamente bajos. Hay que apuntar, sin embargo, que con la caída de los precios internacionales de materias primas, el desbalance aumentó notoriamente, pero el crecimiento se sostuvo, todavía en 2018, en 4.2%, el segundo más alto de la región, superado sólo por Perú.

El combate a la pobreza, la desigualdad y la marginación fue igualmente exitoso. En esos 12 años referidos el porcentaje de la población en pobreza disminuyó del 63% al 35%, el analfabetismo a niveles del 2%, la esperanza de vida pasó de casi 66 años a 71 y el coeficiente de Gini, que mide la desigualdad, de .44 (en donde 1 es desigualdad absoluta y 0 es igualdad absoluta). Como punto de comparación, los coeficientes Gini de Chile y México son de .459, casi idénticos entre sí.

Probablemente la aportación más relevante de Evo Morales fue la incorporación de la población indígena a la vida social y productiva del país. Bolivia era una de las naciones más retrógradas del continente en ese aspecto, incorporando el derecho universal al voto apenas en 1952. Buena parte del conflicto intestino que vive hoy esa nación tiene un fuerte componente étnico y religioso, y se corre el riesgo de una regresión significativa si no se reestablece pronto el orden constitucional y democrático.

Evo Morales fue un líder campesino indígena que pasó de la lucha social a la presidencia tras décadas de esfuerzo, pero en un movimiento que se materializó casi de la noche a la mañana en 2005. En tres sucesivas elecciones Evo Morales obtuvo márgenes claros de victoria, que de hecho fueron en aumento y le confirieron una incuestionable legitimidad democrática. Eso, sumado al buen desempeño económico y las muchas mejoras sociales, era suficiente para que se pudiera jubilar y pasar a la historia como uno de los más exitosos presidentes en la historia boliviana, si no es que el más.

Pero, y en toda historia llega el momento de los peros, Evo cometió el pecado capital de sentirse imprescindible. Torció y manipuló las leyes y la voluntad popular para postularse por cuarta ocasión, desconociendo el resultado adverso de un referendo en febrero del 2016 y forzando una reforma constitucional cuando debió darse cuenta de que su era, su tiempo, habían terminado. De haberse enfocado Evo en preparar a un sucesor afín, probablemente estaría hoy saboreando las mieles del reconocimiento público nacional e internacional. Pudo ser, y no creo exagerar demasiado, el Mandela sudamericano. Pero lo cegaron la avaricia política y la ambición desmedida. No contento con haber manipulado las leyes, pretendió imponerse a la mala en las elecciones del pasado 20 de octubre, que a todas luces fueron fraudulentos y engañosos.

Evo es responsable en buena medida de manchar su propia trayectoria y de dejar a un país profundamente dividido y confrontado. Pero nada de eso justifica ni la asonada militar que al final lo obligó a dimitir ni el desorden constitucional que hoy complica el retorno boliviano a la vida institucional y democrática. Todo, lamentablemente, todo mal en Bolivia.

Analista político

@gabrielguerrac