En la habitación número 210 del Motel Kamawa le dijo don Geroncio, señor de edad madura, a Loretela, muchacha pizpireta: “En mis sienes quizá veas invierno, pero en mi corazón arde el fuego del verano”. Repuso ella: “Pues si no le pone usted a esto algo de primavera nos vamos a estar aquí hasta el otoño”. Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Su esposa leía un libro, y le comentó: “Dice aquí que el amor crece con la distancia”. “Es cierto -confirmó el pelafustán-. Mientras más lejos está tu mamá la quiero más”. “Declaró don Astasio: “Los lunares adoptan figuras caprichosas. Mi mujer tiene uno en forma de trébol en una pompis”. Acotó su compadre: “A mí me parece más bien como un corazoncito”. En la penumbra cómplice del solitario paraje llamado el Ensalivadero el muchacho le dijo con emoción a su dulcinea: “¡Eres mi musa, mi diva, mi hurí! ¿Sabes lo que significa eso?”. “Sí -replicó ella-. Significa que en seguida me vas a pedir aquello”. El novio de Glafira, la hija de don Poseidón, fue a solicitar la mano de la muchacha. El severo genitor lo hizo sentar y le preguntó luego sin más: “¿Bebe usted?”. Inquirió a su vez el galancete: “¿Es interrogatorio o invitación?”. La madama de la casa de mala nota le presentó al cliente a una de sus pupilas, mujer mal encarada, con sobra de años y adiposidades. Le preguntó: “¿Usted fue el que pidió la oferta de la semana?”. Don Chinguetas, marido tarambana, y su consorte doña Macalota acudieron a la consulta de un consejero matrimonial. Se quejó él: “Mi esposa me trata como un perro”. “No es cierto” -negó la señora-. “Sí lo es -reafirmó Chinguetas-. Quiere que le sea fiel”. Llegó Babalucas y pidió en voz alta: “Me da una hamburguesa con papas”. “Joven -le dijo con sorpresa la encargada-. Está usted en una biblioteca”. “Ah, perdón” -se disculpó, apenado, el papanatas. Y luego, bajando la voz: “Me da una hamburguesa con papas”. Mi mamá tenía 16 años de edad cuando la influenza española llegó al pequeño lugar donde vivía, la Villa de Patos, en el sur de su natal Coahuila. Nos contaba cómo desde la reja de su casa veía pasar dos o tres veces al día el carretón que en confuso hacinamiento llevaba los cadáveres de los fallecidos a ser arrojados a la fosa común del cementerio. No había ya ataúdes: los muertos eran enredados en petates, en una sábana, o casi desnudos iban a la sepultura. Recordaba mi madre el tañido funeral de la campana de la iglesia y el lloro de la gente por las calles. “Pensé que se iba a acabar el mundo, y escribí una carta en que me despedía de todos y le decía adiós a la vida”. Ni la vida se acabó, ni el mundo. Pasó la plaga, y la gente volvió a dedicarse, igual que antes, al cotidiano oficio de vivir. Otra vez se percibió en el aire el aroma de las violetas que llenaban los jardines de las casas; sonó de nuevo el martilleo en la carpintería de don Rocha, y se escuchó la monótona melopea de los niños que en la escuela recitaban las tablas de multiplicar. La memoria de la muerte quedó atrás; la campana ya no llamó a la prez por los difuntos, sino al gozo de las parejas que se iban a casar o de los pequeños que hacían la primera comunión. Todo lo que había sido antes volvió a ser, y la epidemia fue sólo ya un mal sueño. Evoco ahora los relatos de mi madre y en ellos hallo el don de la esperanza. Esto también pasará. También nosotros volveremos a vivir la vida de antes. Les digo eso a mis nietos, agobiados a veces por la fatiga y tedio del confinamiento, y siento que es la voz de mi madre la que les habla y les dice que los está esperando la vida, que los está esperando el amor. FIN.
Mirador.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
A los 50 años de su edad John Dee encontró por fin la piedra filosofal, sustancia milagrosa que convertía en oro todo aquello que tocaba.
No la tocó él, por temor a convertirse en estatua dorada. La tomó con unas tenazas, cavó un profundo pozo y ahí la sepultó. Pensó que aquella piedra haría más mal que bien.
Nadie sabe, entonces, que John Dee halló lo que tantos alquimistas habían buscado durante siglos. Ni siquiera a su esposa le dijo él del hallazgo. Pensó que en su caso una pobreza llevadera le causaría menos problemas que una riqueza desorbitada.
Siguió entonces viviendo la vida que siempre había vivido, modesta y contenida en los límites de la razón y el bien. Así ha sido feliz, y con él han sido felices quienes lo rodean. Ahora que es viejo dice:
-Tengo mujer que me ama; tengo hijos y nietos que me quieren. Tengo mis libros, mi jardín. No soy dueño del mundo, pero soy dueño de mi pequeño mundo. ¿Para qué quiero oro, entonces?
En un pozo, olvidada, yace la piedra filosofal.
¡Hasta mañana!...
Manganitas.
Por AFA.
“. Seguirán los apagones.”.
Quizá llegue la ocasión
-más de un crítico recela-
en que alumbremos con vela
la Cuarta Transformación.