Immanuel Wallerstein, pensador estadounidense de los siglos XX y XXI, analizó en varias ocasiones el Foro Social Mundial, como un momento clave para la izquierda contemporánea.

Dicho espacio llegó a reunir a corrientes y movimientos críticos de la globalización, permitiendo redefinir identidades y estrategias en un mundo donde la izquierda enfrentaba una crisis de legitimidad luego de la caída del Muro de Berlín.

De allí emergió un concepto que sigue siendo vigente: el altermundismo. Esta idea no buscaba imponer una visión única del mundo, sino construir alternativas al modelo capitalista dominante, a partir de la unidad entre distintas causas.

En ese contexto, Wallerstein, creador de la teoría del sistema-mundo, afirmaba que la unidad no es sinónimo de homogeneidad, sino la capacidad de diversas expresiones ideológicas y políticas de colaborar para la consecución de fines compartidos. Para Morena, en nuestros días, este principio, más que una lección, pareciera ser una advertencia.

El movimiento político más importante del México moderno —fundado por Andrés Manuel López Obrador (AMLO)— nació justamente con ese espíritu. Provino desde abajo, con vocación incluyente, plural y transformadora.

A diez años de su registro como partido político, Morena vive hoy una nueva etapa, una encrucijada, tras las victorias históricas de 2018 y 2024, ya que la razón de su fortaleza también puede ser, si no se atiende con responsabilidad, la causa de su división.

La convocatoria inicial que encabezó AMLO logró integrar a millones de ciudadanas y ciudadanos de muy distintos orígenes: militantes de izquierda, activistas sociales, creyentes, científicos, empresarios honestos y hasta antiguos adversarios.

Esa amplitud le dio a Morena su potencia electoral y, sobre todo, su vocación transformadora. En 2018, esa fuerza ganó la Presidencia de la República; en 2024, nuevamente hizo historia, al consolidar el Segundo Piso de la Cuarta Transformación y llevar a la doctora Claudia Sheinbaum a convertirse en la primera presidenta de México.

El riesgo más serio que enfrentamos ahora no proviene de nuestros adversarios, sino de nuestras diferencias al interior. Pretender dividir a las compañeras y los compañeros de lucha en categorías como “claudistas”, “obradoristas”, “puros”, “fundadores”, “conservadores”, “radicales”, “honestos”, “arribistas”, “intrusos”, “novedosos” solo contribuye a la polarización interna.

Morena no es una cofradía cerrada, sino un movimiento abierto al pueblo, salvo aquellos casos en los que, de acuerdo con los estatutos, se hubiesen cometido actos de corrupción o represión, o demostrado tener vínculos con la delincuencia organizada.

Si caemos en la lógica de las facciones, de los egos, por encima de la del bien común, corremos el riesgo de repetir los errores de movimientos que terminaron desapareciendo. No podemos permitir que la soberbia nos aleje de la gente.

Si nos sentimos invulnerables e invencibles, si creemos que podemos imponer nuestras ideas, si olvidamos que el pueblo es el verdadero motor de la transformación, perderemos la brújula, y Morena no puede darse el lujo de ser víctima de su éxito.

Estamos frente a una encrucijada. El dilema real está entre reproducir los vicios del pasado o reinventar nuestras formas de organización política desde una ética del respeto, de la inclusión y la unidad.

El movimiento salió adelante porque supimos colocar el interés general por encima del individual. La diversidad no es una amenaza, es una riqueza, pero solo si sabemos administrarla con altura de miras, generosidad y sentido histórico.

Hoy, ese espíritu debe prevalecer. Morena tiene que seguir siendo un espacio de diálogo, de participación plural y ciudadana, de construcción democrática. Solamente así podremos consolidar la Cuarta Transformación y evitar que nuestras diferencias se conviertan en fracturas.