Mis críticas frecuentes a la sumisión de los republicanos a un autócrata, demagogo y corrupto como Donald Trump podrían dar la apariencia de que mi inclinación política es con los demócratas. Nada más lejos de la realidad, porque si bien veo con desprecio la abdicación de los republicanos para ganar la batalla de las ideas que incluya a las minorías, también hay que hablar de los problemas que alejan a sus adversarios políticos de la simpatía del estadounidense promedio.

El presidente Joe Biden celebró hace unos días el primer aniversario de la ley para la Reducción de la Inflación, una medida que a pesar de su nombre tiene muy poco que ver con bajar los precios. La legislación inyecta $740,000 millones de dólares para acelerar la adopción de nuevas tecnologías que reduzcan las emisiones de carbono.

Si bien es un esfuerzo sin precedente, esta legislación como la reforma al acceso a cuidados de salud Obamacare, son caballos de Troya que dicen tener un enfoque para, en realidad, perseguir objetivos distintos a cómo “venden” sus atributos.

La ley para la Reducción de la Inflación tiene un componente muy relevante de reforma fiscal que incrementa la recaudación a costa de las corporaciones, así como medidas para reducir los costos de los medicamentos. Es un fenómeno común de la izquierda estadounidense, sus propuestas son ética y moralmente irreprochables, pero no dimensionan los efectos de sus medidas.

A la inyección de cientos de miles de millones de la iniciativa contra la inflación, se suman los 1.2 billones de dólares de la ley de infraestructura para renovar carreteras, puentes, y ofrecer acceso al internet en comunidades pobres. El resultado de estas inversiones emprendidas ha mantenido una vitalidad artificial en la economía, con mucho circulante hemos experimentado una inflación pertinaz que llevó al banco central a aumentar la tasa de interés a niveles no vistos en décadas.

Este dinamismo inducido en la economía tiene la virtud de haber retrasado una recesión que no parece que llegará este año, pero entrega cuantiosos recursos no solo a las grandes prioridades progresistas, y también entrega fondos a miles de proyectos pequeños (pet projects) con inversiones directas en distritos electorales donde se “compró” el apoyo del político local. Es la “manteca” que lubrica la maquinaria de la “justicia social”.

Finalmente, quizá lo que aleja más al ciudadano promedio de los demócratas es la creciente influencia del progresismo que destaca las medidas que ofrecen “justicia social” sin reconocer el perímetro fiscal necesario para financiar los sueños reivindicadores —frecuentemente excesivos en el uso de recursos que espolvorean a aliados, amigos y luchadores sociales.

Y no hay que olvidar el radicalismo del movimiento “woke,” que comenzó como un repudio justo a la discriminación racial para convertirse en demandas absurdas de conducción política correcta que más bien son imposiciones de cómo, cuándo y dónde la gente puede conducirse y vivir sus vidas. Quienes se revelen a los designios de los hipersensibles woke son “cancelados”, imponiendo una visión sectaria y maniquea de la realidad, o ser dilapidados en la plaza pública por las hordas de guerreros cibernéticos que arruinan vidas y carreras.

Estados Unidos es un país multicultural que requiere reconocer al centro político habitado por las clases medias como el terreno de batalla para ganar elecciones. Esta realidad debe ser reconocida por demócratas y republicanos si en verdad aspiran llevar la voz de la sociedad en el poder. Y los periodistas no debemos ser títeres del poder ni voceros de intereses, nuestra labor es señalar los errores e injusticias sin importar quiénes sean sus perpetradores.