¿Cómo llegó el bolillo a la vida chilanga?

Las mañanas en la Ciudad de México son crujientes. Todo comienza en las panaderías, donde los primeros en salir de los hornos son los bolillos. Estas piezas, crocantes por fuera y esponjosas por dentro, representan infinitas posibilidades: pueden convertirse en tortas, molletes o hasta se les considera un remedio para el susto.

El Diccionario Enciclopédico de la Gastronomía Mexicana los describe como “una de las formas más comunes del pan de sal”, variedad de sabor neutro, también conocido como pan blanco; no contiene azúcar y lleva un poco de sal para la tenacidad de la masa.

Salomón Hernández, panadero con 55 años de experiencia, cuenta que la charola de bolillos está lista a las seis de la mañana en su negocio, en la alcaldía Álvaro Obregón, y son lo más vendido.

La Cámara Nacional de la Industria Panificadora (Canainpa) coincide: en México el consumo de pan per cápita anual es de 33.5 kilos, de los cuales entre 70% y 75% es blanco. “La elaboración de un bolillo es cosa rápida y económica. Casi merece un poema por su popularidad… A falta de otros alimentos, tales como el pescado y algunas frutas y verduras, el pueblo podría librarse de determinadas taras, mediante el consumo de pan”, dijo en 1943 el reportero Manuel Tronconis de EL UNIVERSAL.

Este alimento no pasó desapercibido en el paladar del poeta Salvador Novo, quien en 1925 escribió en EL UNIVERSAL ILUSTRADO sobre los bolillos: “Son adecuadamente grandes, parecen encerrar, además, en su forma de puño cerrado, una sorpresa. El pan rebanado, americano --el pan que usted comerá-- ya se sabe que nada encierra”. Novo no se equivocaba, al bolillo lo infla nuestra historia.

A falta de tortilla, pan

Hace más de cinco siglos, llegaron a las tierras del maíz algunas semillas de trigo que viajaron en los barcos españoles. La historiadora Virginia García cuenta que pronto se construyó el primer molino de trigo en Tacubaya y para 1525 había panaderías. En el siglo XVIII el pan ya formaba parte de la dieta de la población urbana.

Además, cuando se vivieron las crisis por escasez de maíz de 1749-1750 y 1785-1786, el trigo, que siempre superó la demanda en la Nueva España, incluso lo sustituyó.

Justamente por esos años apareció en la capital el abuelito del bolillo: el pan francés. Esta variedad de corteza crocante gustó mucho desde el primer momento, según los historiadores Cristina Barros y Marco Buenrostro.

En un principio, el pan francés estaba en la cima panificadora, formaba parte de una producción llamada especial, se hacía sólo con la flor de la harina y estaba destinado al virrey y al arzobispo. Sólo dos negocios lo hacían.

“¡Entren a tomar café con leche y mollete con mantequilla al estilo francés!”, se escuchaba en la calle Tacuba a finales del siglo XVIII, se cuenta que ahí inició este tradicional grito en los cafés que pusieron de moda los italianos.

¿Qué comían los demás? Se horneaban masivamente dos tipos de pan: el floreado, hecho con harina escogida, forma de bollo o rosca para diferenciarlo, que estaba de venta en panaderías del centro de la ciudad; y el pan común, resultado de mezcla de harinas, forma de “bonete cortado” y de venta en pulperías, tiendas de la periferia.

Hoy, los maestros panaderos aún definen como pan francés a los bolillos, teleras y baguetes. Su paso de la mesa del virrey a la nuestra fue lento.

Después de la Independencia del Imperio Español, en México la tradición panadera había sido apropiada. En una inspección de 1871 se menciona la presencia en negocios de birote, blanco, amantecado, pambazo, juil, peluca, bollo, rosca, tahona y lisa.

Con el siglo XX inició la mecanización. Según la Canainpa, las revolvedoras llegaron a las panaderías y no paraban: “A la gente no le gustaba el pan que no estuviera recién salido del horno, sobre todo el bolillo y la telera”. Así inició la costumbre de sacar tandas cada 20 minutos. El frío se ofertaba al día siguiente a un menor precio.

Un mundo sin bolillos

“¡Oh, terror de las huelgas de panaderos, terror de comer pan frío!”, expresó Novo en 1925.

En 1943, el periodista Manuel Tronconis se preguntó por qué cada día los capitalinos consumían más pan.

No era porque los estómagos se estuvieran extendiendo, ¡los bolillos eran más pequeños! Pesaban de 45 a 60 gramos, no 85, como estipulaba la Secretaría de la Economía, y cada pieza costaba cinco centavos.

Los problemas nunca faltaban. En febrero de 1952, algunos tahoneros se negaban a vender al público dos o tres bolillos o teleras sin que agregaran pan dulce por valor de uno o dos pesos cerrados, “una nueva forma de explotar al público, en su mayoría gente pobre”, se lee en páginas de EL UNIVERSAL.

Este calmante para el hambre tenía un enemigo. Ya en 1925, Salvador Novo había presenciado la aparición del pan tostado: “Los bolillos, grandes trigos, ceden su puesto a las monótonas rebanadas. México se desmexicaniza”.

El pan tostado se popularizó como alimento para enfermos delicados del estómago. El pan de fábrica era difícil de conseguir y costoso, se volvió “un símbolo de distinción social para las clases trabajadoras”, detalla la investigadora Sandra Aguilar Rodríguez.

Aunque el gusto por el pan de caja creció entre las décadas 50 y 60, no logró desplazar al famoso pan de sal. “El bolillo es parte de nosotros los capitalinos... Los mismos hechos históricos lo han marcado así”, dice el gastrónomo José Lulo Ubaldo.

La torta compuesta es una de las preparaciones más emblemáticas. También hay guajolotas (tortas de tamal), pambazos, molletes, migas (caldo de res con huesos y pan). El bolillo nunca falta a su compromiso con una taza de chocolate, ni deja solos a los chilangos.

Esta diversidad es muestra de “la capacidad de recrear un producto para satisfacer la necesidad de alimentarse --vasta y rápidamente en esta ciudad-- que el ritmo de vida demanda”, explica Lulo, docente de la Universidad del Claustro de Sor Juana.

Hubo un tiempo en el que se habló de la enemistad del trigo y el maíz; sin embargo, ambas semillas han pasado por igual en los estómagos mexicanos, incluso se han fusionado en platillos como la torta de chilaquiles.

En 1994, Juan Cervera escribió en las páginas de EL UNIVERSAL: “No debería extrañarnos un matrimonio de ambas harinas, la de maíz y la de trigo, dando como resultado, ya absoluto, el pan mexicano del futuro”.