En “Perfect Days” (Japón, Alemania, 2023), el más reciente largometraje de Wim Wenders (y el mejor de su filmografía en al menos diez años) hay una palabra clave que describe tanto esta película como la filmografía del director alemán y, si nos ponemos filosóficos, hasta la vida misma. Esa palabra es Komorebi.

En el japonés, en vez de utilizar una serie de símbolos estandarizados que se combinan para formar las palabras (el español utiliza 28 símbolos que combinados crean un lenguaje), ellos tienen miles de símbolos que significan conceptos específicos y que combinados forman todas las palabras del lenguaje.

Minimalista en su naturaleza, el idioma japonés forma palabras muy específicas que en cualquier otro idioma requeriría de una frase entera para poder describir la misma idea.

El japonés dice mucho con muy poco, y eso mismo sucede con “Perfect Days”, una película que dice muchísimo usando muy pocos recursos.

Hirayama (un espectacular Kôji Yakusho, ganador del premio a Mejor Actor en Cannes e increíblemente ignorado en las nominaciones al Oscar), es un hombre de mediana edad que vive en un diminuto departamento en Tokio. Siempre despierto al alba gracias al ruido de la vecina que desde muy temprano barre la calle, Hirayama despierta, dobla el tatami donde duerme (convirtiendo así la recámara en la sala), se lava los dientes y la cara, se recorta el bigote, rocía agua a sus diminutas plantitas, se pone su uniforme de trabajo, recoge cartera, llaves y reloj, y sale de su departamento para voltear hacia arriba y ver el sol. Su discreta sonrisa no oculta su gozo: es un día más de vida, ¿acaso no es suficiente para ser feliz?

La rutina de este metódico hombre continúa. Hirayama toma un café de la máquina expendedora afuera de su casa, se sube a la camioneta (propiedad de la compañía para la que labora) y arranca rumbo al trabajo no sin antes poner en la casetera alguna cinta con música rock: The Animals, The Velvet Underground, Patti Smith, Van Morrison y, claro, Lou Reed.

Hirayama llega a su trabajo y despliega el mismo nivel de dedicación a lo que debe hacer: limpiar los baños públicos de la ciudad. Con gran esmero, sin dejar un sólo espacio sin limpiar (usa un pequeño espejo para que no se le escapen esos puntos ciegos donde se esconde la mugre), este hombre, siempre taciturno, sin atisbo alguno de tristeza o frustración, friega los mingitorios, las tazas, los lavabos, trapea los pisos, y lava los espejos, todo con mucho afán.

En la pausa para desayunar, Hirayama se sienta en una banca, le sonríe a otros que como él van a comer al parque, pero principalmente mira al cielo y se intriga por los rayos del sol que se filtran por entre la oscuridad de las ramas. Los japoneses tienen una palabra para describir ese juego de sombras y luces: Komorebi.

La película (al menos en su primera mitad) casi no tiene diálogos. Hirayama mismo por momentos parece mudo, pero esto no quiere decir que estemos frente a una película aburrida o contemplativa. Esto no es una de esas películas donde “no pasa nada”. Aquí, en realidad, pasa mucho, pero se despliega con la elegancia y el minimalismo de un haiku.

La rutina de Hirayama se romperá con la incursión de inesperados personajes: su compañero de trabajo, Takashi (Tokio Emoto), un adolescente algo bobo y parlanchín quien le pedirá ayuda a Hirayama para que su intento de ligarse a una chica no fracase, la relación musical que repentinamente sucederá entre la posible novia de Takashi (Aoi Yamada) y el propio Hirayama, así como la abrupta visita de su sobrina (Arisa Nakano), que llega sin mensaje previo para instalarse en su casa.

Poco a poco el guión escrito por el mismo Wenders junto con Takuma Takasaki va revelando el pasado de nuestro peculiar protagonista, pero como en todo buen haiku, la belleza radica en lo escueto, en lo breve, en lo bello. Esa filosofía permea en toda la cinta: en la fotografía sin mayores aspavientos de Franz Lustig, en la economía de diálogos, en la actuación siempre contenida pero precisa y conmovedora de un Kôji Yakusho que expresa todo un universo sin decir muchas palabras.

Esta debe ser una de las películas más personales de Wim Wenders. Nacido justo en la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial, el entonces joven Wenders vivió en una Alemania sin rumbo y sin anclas culturales. Fue justo el rock el que lo hizo voltear hacia el arte. “El rock es el único paso necesario para la rebelión”, diría años después el director alemán. En el anacronismo de los casettes de su personaje, hay mucho de la afición expresada en toda su filmografía por la música rock (no en balde esos videos que dirigió para la banda U2), y mucho de su voluntad transgresora.

El gusto por el camino y la forma en como este te va cambiando está también presente en “Perfect Days”, por momentos la película se torna en una roadmovie como las muchas que habitan en su larga lista de largometrajes.

La filosofía de la película se encierra en el Komorebi: al final, la vida se trata de encontrar la luz entre las sombras, de buscar el sol entre las hojas, la belleza entre la oscuridad, la felicidad en la rutina, reír y llorar mientras al fondo suena algo de buen rock.