Esta vez me apartaré, pero sólo relativamente, de los temas que suelo abordar. Digo que mi apartamiento será relativo porque también ahora, como en otras ocasiones, me referiré a un caso de incuria, negligencia o rapiña. Éste tiene un escenario singular y se halla a la vista de gobernantes y gobernados, aunque la culpa recaiga finalmente en el cúmulo de las acciones y omisiones de quienes toman, para nuestro mal, las decisiones que debieran ser para nuestro bien.

En la estampa adoptada por la 4T para persuadir a los ciudadanos de las virtudes de esta transformación, aparecen varios personajes de nuestra historia (y tengo entendido que no ha faltado visionario que incorpore a nuestro más reciente caudillo). Entre aquéllos figura don José María Morelos y Pavón, un insurgente con perfil de genuino revolucionario. Morelos aparece dondequiera: en el paisaje urbano y en las páginas en que se relata la vida de la nación. Y también se ha tomado su nombre para designar a una entidad vecina de la Ciudad de México.

A un lado de la carretera que comunica a México con Cuernavaca se colocó una estatua de Morelos, casi en la frontera entre la capital de la República y la entidad que lleva el nombre del insurgente. El autor de la estatua que representó a Morelos, gallardo jinete, elevado sobre una plancha monumental, fue Ernesto Tamariz, uno de los más notables escultores mexicanos de nuestro tiempo. El artista, nacido en 1904 y fallecido en 1988, fue autor de estupendos monumentos. Baste mencionar, como ejemplo, el Altar de la Patria o Monumento a los Niños Héroes, al pie del Castillo de Chapultepec, cuyo primer diseño se debió a Tamariz.

Hace una década, los viajeros que recorrían aquella carretera advirtieron la desaparición de la estatua de Morelos. Se adelantaron algunas explicaciones, entre ellas la de que una pandilla de asaltantes había sustraído la escultura para beneficiarse con la venta del metal fundido. Ciertos funcionarios aventuraron explicaciones tranquilizadoras. Se dijo, por ejemplo, que la estatua reposaba en un taller, sujeta a reparación. Pero también se informó que no había sido posible localizar la huella del héroe, pese a las indagatorias practicadas. Ha pasado una década y Morelos no aparece, ni se cuenta con nuevas explicaciones de las autoridades llamadas a resolver el misterio y desfacer el entuerto, ni se repone en su sitio el monumento al gran insurgente.

Hoy el lugar en el que estuvo la estatua ofrece un deplorable espectáculo de ruina y se halla en completo abandono. Las columnas que rodeaban la escultura decayeron por el paso del tiempo, la acción del viento y la lluvia, pero también —y no menos— por la incuria, la indiferencia, la ignorancia de quienes debieron reponer al patricio en su lugar (y descubrir las causas de su ausencia). No sé qué autoridades sean esas, si federales o locales. Quienes sean, han incumplido el deber de cuidar el patrimonio nacional. Es así que contemplamos, impotentes, la pérdida de nuestra riqueza.

Es verdad que el país sufre hoy otras pérdidas, de proporciones incalculables, pero ésta —la de Morelos y su presencia en una vía por la que circulan millares de viajeros— podría ser fácilmente remediable. Lo único que se necesita en este caso, como en el gran caso de la Nación, es que cumplan su deber quienes lo deban cumplir. ¿Quiénes son? No lo sé. Habrá que recurrir a quien siempre tiene otros datos para animar nuestra ilusión.