Vivimos en la “Era Password”. Uno no es nada si no tiene un password y ese mismo uno se convierte en muchas nadas si elaboró varios password y olvidó algunos. Escribo password sin cursivas y no utilizo contraseña porque en la “Era Password” las dicotomías no existen: nos dominan las compañías tecnológicas y el inglés. Eso lo ha explicado con exactitud la doctora Password, una de las voces fundamentales de Facebook, Internet, etcétera.

Las claves para abrir correos o cuentas bancarias son personales y deben ser fuertes. Fuertes, explican los expertos, son aquellas que contienen una considerable extensión y tienen símbolos, mayúsculas, minúsculas y números. Dada la necesidad de los password, diversas empresas de la esfera tecnológica han organizado el Día Mundial de la Contraseña el primer jueves de mayo, cuyo propósito es reforzar la seguridad del usuario. Lo del Día Mundial no es ni ficción ni broma, es realidad. En cuanto sean innecesarios el Día del Padre o el de la Abuela, el Día Password contará con un espacio fijo en el calendario.

Antes de conocer la información previa me dediqué a crear varias contraseñas para mis cuentas de crédito y bancarias, para el hospital e internet así como para las páginas de publicaciones periódicas y para mis tres o cuatro empresas cuyo origen y oficio no puedo compartir.

Hace cinco o seis años, generé, como dije, varios password. Al cabo de un año, mis cuentas bancarias se quedaron en cero, mis tarjetas de crédito alcanzaron deudas estratosféricas, mi consultorio se quedó sin pacientes y mis empresas se convirtieron en fantasmas. Consulté a unos abogados nativos de internet y expertos en fraudes por passwords bobos. Me enviaron a Password Office Smith. El director me explicó que mis passwords, por simples e inocentes, habían sido pirateados. “¿Recuerda sus claves?”, me preguntó el gerente, “sí”, respondí, “1234, abcd, 4321 y ASKW fueron las que más utilicé”. “Por eso le robaron. Usurparon con facilidad su identidad. Le sugiero crear claves fuertes”, me dijo, “y no olvide verificar si usted sigue vigente”.

Me inscribí en un curso especializado en claves fuertes, por supuesto, el mejor de la ciudad. El curso duró dos días, dieciséis horas en total y el costo fue enorme: 1$2$3$4$5$6$7$8$9$.

El examen, amén de costoso, algo así como diez salarios mínimos, fue muy duro: cada alumno tenía que crear tres claves fuertes. Si dos alumnos generaban el mismo password eran expulsados sin misericordia y obligados a tomar un segundo curso con costo adicional —así lo estipulaban las reglas—.

Por fortuna yo no reprobé y casi casi me otorgaron una Mención Honorífica. No me la dieron pues fui incapaz de recitar mi password al revés.

Al llegar a casa busqué salvar mi honor y proteger todos mis bienes. Generé dos claves fuertes: 4r%tM=sLM?2uM’`, y, 3eM%gtB/·kqT”. Para que nadie las usurpara no las escribí en ningún papel. Las repetí mil veces con tal de memorizarlas. Cuando intenté utilizarlas después de un año, me percaté que las había olvidado y tampoco logré encontrar el papel donde ahora escribo para leer mis claves. Ayer recibí sendas cartas de los bancos y de las cuentas de crédito donde había adelantado algunos depósitos; la información fue deprimente: las cuentas bancarias y el dinero de las tarjetas de crédito y débito pasaban a ser parte de las arcas nacionales por no haberse usado durante un año.

Acudí muy molesto a Password Office Smith. Buscaba una explicación. Ninguno de los profesores del curso nos advirtió que debíamos memorizarlas, escribirlas y meterlas en una botella bien tapada en alguno de los lagos de Chapultepec y/o contratar una oficina de seguridad privada para que guardasen los passwords en un lugar ultra seguro. La oficina, por supuesto, había desaparecido y yo había quebrado de nuevo. La “Era Password” y la doctora del mismo apellido discriminan: sólo admite a menores de 30 años.