La respuesta de las autoridades ante la crisis provocada por el impacto del huracán Otis en la costa de Guerrero ha hecho evidente el debilitamiento de las capacidades institucionales del Estado mexicano para anticipar situaciones de emergencia y reaccionar oportunamente a ellas.

Las insuficiencias no se limitan exclusivamente a las funciones de protección civil –como la falta de una estrategia preventiva para proteger a la población y reducir los daños materiales–, sino que son visibles en prácticamente todas las áreas: la incapacidad de restablecer oportunamente servicios indispensables como la energía eléctrica o el agua potable, la pretensión de monopolizar la asistencia humanitaria y la ausencia de un mecanismo que garantice recursos para la reconstrucción son algunas de las más notorias.

Sin embargo, resulta difícil constatar que el debilitamiento del Estado ha alcanzado –aunque en menor medida– a nuestras Fuerzas Armadas (FF. AA.). La razón no es la falta de capacidades o la insuficiencia de recursos, sino el hecho de que sus elementos están ocupados en responsabilidades que no les corresponden. Y que, en casos de emergencia, les impiden reaccionar con la misma celeridad y efectividad que los ha caracterizado durante décadas.

En 1965, la Secretaría de la Defensa Nacional estableció el Plan de Auxilio a la Población en Casos de Desastre, conocido como Plan DN-III-E. Se ejecutó por primera vez al año siguiente, para auxiliar a las víctimas del huracán Inés en el sur de Tamaulipas y el norte de Veracruz, donde contribuyó a acelerar la recuperación de la zona de desastre.

Desde entonces, las FF. AA. han sido la primera línea de protección para la población afectada por desastres naturales en prácticamente todo el territorio nacional, así como en los países con los que México se ha solidarizado a través de misiones humanitarias internacionales. Su ejemplar actuación ha convertido a nuestro país en un referente internacional en la materia. Y su encomiable labor ha sido motivo de reconocimiento social, de gratitud y de prestigio.

No es casualidad que el Ejército Mexicano y la Armada de México estén entre las instituciones con mejores índices de confianza en prácticamente todos los estudios de opinión pública. Son las organizaciones mejor evaluadas por su desempeño, por su efectividad e incluso en términos de percepción de corrupción.

La confianza y la valoración positiva de la ciudadanía son un reconocimiento a su capacidad, a su compromiso; pero, sobre todo, a su disciplina. La disciplina militar hace de nuestras FF. AA. instituciones confiables para llevar a cabo las tareas que en condiciones de emergencia se les encomiendan: de ahí la perniciosa tentación de pretender que sustituyan a las autoridades civiles en el ejercicio de atribuciones que pueden entrañar diversas dificultades.

Durante la actual administración federal, las FF. AA. han ido acumulando funciones de carácter civil ajenas a su competencia, a su formación y a su objeto constitucional. En su mayoría, se trata de funciones que no requieren disciplina militar, como la administración de aeropuertos, trenes, aerolíneas, hoteles, aduanas y puertos comerciales.

En los hechos, asignarle cada vez más tareas administrativas ha significado disminuir significativamente su capacidad de reacción en las tareas que sí les corresponden y que mejor saben desempeñar, como auxiliar a la población civil cuando más lo necesita, en términos de la legislación de protección civil. Y ha implicado poner en riesgo su prestigio, su naturaleza y sus propósitos.

La crisis en Guerrero es una señal de alerta que no podemos ni debemos ignorar. Mientras más funciones inconstitucionales les asignen a las FF. AA., más difícil va a ser que cumplan con sus funciones constitucionales. Y mientras más se normalice su actuación en tareas de carácter civil, mayor será el riesgo de que el Ejército y la Marina se extravíen de sus objetivos fundamentales. Estamos a tiempo de evitar ese escenario.