El pan viajaba en la cabeza

Los reyes del barrio usaban coronas de mimbre: canastas desbordadas de teleras, donas, rejas, chilindrinas, panqués, conchas… no les faltaban los cuernos, los besos o las novias y nunca se les caían las orejas, las pechugas ni los bolillos. Todo este universo bizcochero viajaba en bicicleta, equilibrado sobre sus cabezas.

“Ya son las siete, ahí viene el panadero”, decían las personas cuando estos personajes inauguraban el amanecer. Era una capital distinta, donde no se escuchaban más que las voces de los habitantes, “se podía poner el reloj a la hora, por el pregón que se escuchaba en la calle”, recordaba en 1960 María Cristina Méndez en este diario.

“¡El pan!, ¡calentito el pan!, ¡panaderoooo!”, gritaban estos repartidores de calorías que transportaban sabores conocidos sólo por nuestros antepasados: con manteca pura de cerdo y mucho huevo. Méndez contaba que cuando le compraban 20 piezas al comerciante éste decía: “Agarre su ganancia, güerita”, el pilón, dos bizcochos más.

La tradición de repartir el pan comenzó entre finales del siglo XIX y principios del XX, explica Homero Bazán Longi en su columna “La ciudad de ayer”, al principio algunos usaban una carretilla de madera. Esta época coincide con la apertura de las grandes panaderías de la capital y la mecanización de la industria.

Según Bazán llevar la carga de pan sobre la cabeza es una costumbre que inició a pie, al modo de los vendedores de provincia, quienes eran expertos en cargar así diversos productos, como ollas de leche y charolas con dulces.

Con el tiempo el comercio se montó a la bici. El lechero cambió el caballo por las ruedas, pero el panadero se convirtió en un espectáculo: “Es un prodigio de humano equilibrio”, escribió en El Universal Carlos González Peña en 1939, quien no sabía qué admirarle más: escapar a los atropellamientos o conservar íntegros los “transitorios habitantes que colman la cesta”.

El 19 de julio de 1936 la gran avenida del Bosque de Chapultepec fue la pista de la primera carrera de repartidores, convocada por la Liga Interzonas Ciclista del entonces Distrito Federal. Los lecheros pedalearon con 12 de sus botellas, los abarroteros con 12 kilos de mercancía; los carniceros tuvieron liga infantil y adulta. Los panaderos fueron admirados por la cantidad de pan que llevaban en sus cestos.

En 1951, en “¡Ay amor... cómo me has puesto!”, Tin Tán dio voz al himno del oficio que pedaleaba el Distrito Federal: “El panadero con el pan, tempranito va y lo saca calientito en su canasta pa’ salir con su clientela por las calles principales y también La Ciudadela y después a Los Portales, y el que no sale se queda sin el pan para comer…”.

Los enemigos del panadero

Los panaderos conocían bien las calles chilangas, la profundidad de cada bache, los atajos y peligros de sus rutas: asaltantes, carros y policías. A veces les ganaba la ingenuidad, como a Salvador Paredes, un joven de 16 años que llevaba su pan por las calles de Tacuba en 1927. En su camino una mujer le guiñó el ojo y lo guió hasta la pulquería La Hija de Moctezuma.

“Allí lo esperaban ya tres desconocidos, quienes, después de quitarle el pan y el dinero que llevaba lo desnudaron, le dieron un baño dentro de una barrica de pulque y lo echaron a la calle”, relata una publicación de El Gran Diario de México.

Algunos eran víctimas de camiones desbocados que los sacaban del camino, o bien, a veces la cesta les tapaba visibilidad. No todos sobrevivían. En 1937 Onésimo Villegas conoció el parachoques de Lázaro Cárdenas, cuando repartía pan cerca de Los Pinos. El periodista Rafael Lara Cetina contó después que el tahonero recibió un vehículo nuevo con una nota del mandatario: “Yo pienso cambiar de chofer. Usted cambie de bicicleta”.

Estos personajes también eran asediados por los gendarmes. En 1961 un cuentista narró la vida de un repartidor de 15 años, experto en la “nutritiva diplomacia”: el arreglo por falta de placa de registro consistía en unos bizcochos para las barrigas policiacas.

No era sencillo volverse veterano, sólo los más hábiles subían a las bicis dispuestos a sortear la fauna del tránsito vehicular, donde apenas asomaban sus gritos y “el pan nuestro de cada día”.

La evolución del oficio

En 1991 un panadero declaró en El Universal que había dejado de repartir sobre las cabezas de sus empleados porque resultaba impráctico: en 30% de los casos perdían el pan por robos o al ser derribados por coches.

Sin embargo, las ventajas de este medio de transporte bien valen el riesgo para los aventureros. Los repartidores aún distribuyen pedidos a varios negocios en sus bicicletas tipo turismo rodada 28, ya no llevan el pan sobre sus cabezas, sino en cajas o canastas bien amarradas al portabultos de metal.

David Romero tiene 23 años y heredó el oficio de su abuelo, quien anteriormente distribuía el pan en un carro metálico, “se aventaba la ruta caminando, ya luego usó la bicicleta”, cuenta mientras envuelve donas en la panadería Viñoas, en la avenida Bucareli.

Algunos repartidores como Édgar García no han salido intactos: “Me atropellaron hace cuatro años”, debajo de su guante se asoma la cicatriz que le dejó un auto en la calle Sullivan. En tanto, la mayoría de los panaderos que venden en los caminos se mudaron al triciclo. Hay quienes anuncian su llegada: “¡El paaaaan!”; otros sólo tocan una corneta y eso basta para convocar a las calles a los hambrientos.

“Es más fácil en el triciclo que llevarlo en la cabeza”, relata Isaac Lozada Flores, quien ha recorrido las calles de la capital desde hace 20 años. Reparte por la mañana y por la tarde, desde hace cinco años incluye café en su venta.

En el oficio del triciclo lo acompañan sus hermanos Erick y Gonzalo, se le unieron hace una década. “La necesidad te hace llegar hasta acá”, comenta Erick, “la bicicleta es más rápida, pero cargas un poco menos, aquí puedes echar la caja, la canasta y el termo”.

Los hermanos Lozada cubren sus canastas con hules negros para ocultar el pan, son castigados por vender en algunas zonas del Centro. A veces los oficiales los llevan a la alcaldía, con todo y triciclo, sólo por verlos transportar sus productos los multan y ahí se les va el dinero ganado con los pedales.

“Sí que se me hace pesado, ya en la noche, cuando venimos de regreso, es que ya no podemos”, dice Isaac. Erick da la primera patada al triciclo y así pedalean al atardecer, sus hermanos lo siguen y se alejan uno tras otro, con sus bizcochos escondidos.