Morir en tiempo de pandemia ha sido complicado. Ritos, costumbres y tradiciones son parte inherente de nuestra especie. Así los nacimientos, las fiestas de quince años, las comuniones, los bar mitzvot, las graduaciones, las despedidas de novios, las bodas, los entierros. Covid-19 no solo es la muerte, su poder es inmenso: ha cercenado nuestra intimidad.

La pandemia ha modificado la forma de morir y los ritos asociados al último proceso. Muchas desgracias concomitantes se sumaron. Enlisto tres. 1) El número de muertos y la rapidez de los eventos rebasaron la capacidad de panteones e incineradoras. 2) En ocasiones no fue posible localizar a los allegados. 3) La prisa para disponer de los cadáveres fue, y siempre lo será, un suceso maligno. Covid-19 expuso nuestras debilidades y mancilló nuestro orden.

Infinidad de deudos, sobre todo al inicio de la pandemia, se enteraron de la muerte de los suyos sin haberse preparado. Cuando la muerte irrumpe en forma intempestiva en personas sanas el dolor es inmenso y la paz interior inasequible. Los dolores de las muertes incompletas permanecen ad libitum. Covid-19 no permitió iniciar el duelo, costumbre humana ancestral, necesaria.

Cuando se fenece en horas o días, los deudos viven más de una orfandad: la pérdida de los suyos y la tristeza y encono por la partida sin previa alerta profundizan el dolor. Infinidad de personas sanas sucumbieron a solas, sin siquiera enterarse de su proceso, sin el calor familiar. Los deudos no tuvieron la oportunidad ni de iniciar el duelo ni llorar al lado de los suyos. Acompañar, hablar, tocar, homenajear la vida y dignificar la existencia son acciones inherentes a la condición humana. Sin ese espacio, sin ese tiempo, el duelo no inicia y (casi) nunca finaliza. Covid-19 ha destrozado a muchas familias: vivir el final sin final de los seres queridos rompe costuras íntimas. El dolor pervivirá durante años.

No saber dónde están las cenizas de los seres cercanos semeja la brutalidad que enfrentan los familiares de los desaparecidos. La prisa por incinerar cadáveres impidió, en X número de personas, localizar a los seres cercanos. Dante no ha muerto: Al menos en Nueva York, el olor a putrefacción proveniente de camiones sin refrigeración y llenos de cadáveres alertó a los vecinos. Muertos innominados, seres humanos sin familiares, sin historia. Covid-19 ha subsumido a familias enteras en un escenario cruel, sin regreso, el de la imposibilidad de conocer el paradero del ser querido.

La Organización Mundial de la salud ha recomendado “evitar la precipitación en la gestión de los muertos por Covid-19”, y ha solicitado a las autoridades “abordar las situaciones caso por caso, teniendo en cuenta los derechos de la familia”.

En “La dignidad humana”, Weildler Guerra (El Heraldo de Colombia, 21 de mayo), cita un ensayo intitulado “Necroética: el cuerpo muerto y su dignidad póstuma», publicado en la Revista Repertorio de Medicina y Cirugía. En el texto, un grupo de especialistas colombianos en bioética afirma: «la dignidad póstuma es el valor reconocido al cuerpo sin vida de la persona, el cual constituye su memoria y la de la red de sus relaciones significativas, de lo cual se deriva una actitud de respeto a sus valores, creencias, preferencias religiosas, ideológicas y éticas, así como de su integridad, tanto física como ideológica”.

La pandemia ha desdibujado nuestros rostros. Nos ha vencido. Ha demostrado cuán poco somos. Ha acabado con la vida de muchos seres humanos, ha resquebrajado el alma de sus deudos y pronto (ya) sumirá en la pobreza y profundizará la miseria existente en decenas de millones de personas.

Covid-19 nos ha desnudado, nos ha mancillado. Punto sin final.

Médico y escritor.