En la oficina de la dirección del glorioso Ateneo Fuente, centenaria institución de mi ciudad, Saltillo, se guardaba la gran Enciclopedia Espasa en sus más de un centenar de grandes y robustos tomos. Era director del colegio, don José García Rodríguez, maestro venerable, gran poeta y al mismo tiempo prócer cívico, pues fue de los primeros que desconocieron a Victoriano Huerta. Otro insigne y querido ateneísta, el licenciado Severiano García, llamado “el Chato” por sus estudiantes, profesaba la cátedra de Lógica, y sentía gran respeto por aquella enciclopedia. En sus páginas, solía decir, estaba todo el conocimiento humano. Cierto día un joven catedrático de nuevo ingreso, a quien para efectos de esta narración llamaremos Fulano, se atrevió a contradecir al Chato. “La Enciclopedia Espasa —declaró con suficiencia— no es tan perfecta como dice usted, maestro. Yo busqué en ella una palabra de uso muy común, y no la hallé”. “¿Qué palabra es ésa?” —se amoscó don Severiano. “Barómetro” —replicó, seguro, el neófito—. “Seguramente la enciclopedia la registra” —acotó el licenciado García—. “No, maestro —repitió el otro—. “Mire”. Y así diciendo se puso de rodillas para sacar de la parte baja del anaquel el tomo correspondiente a la letra “ve” corta. Y es que el muchacho pensaba que la palabra “barómetro” se escribía con v. “¡Ya se hincó Fulano!” —exclamó, burlón, el Chato—. Desde entonces, esa frase: “¡Ya se hincó Fulano!”, se usó en el Ateneo para señalar al que caía en evidente error. Están desapareciendo las enciclopedias en que por siglos hemos abrevado. Ahora se nos presentan ya no en papel, sino en los artefactos digitales propios de nuestro tiempo. En verdad yo no lamento eso, pues me gusta la idea de llevar varias enciclopedias en la bolsa de mi camisa. Siento nostalgia, desde luego, por los preciosos libros que ahora constituyen un elegante adorno. Pero en lo que a enciclopedias se refiere, me parece mejor el tiempo de hoy que el del pasado. Aquí se muestra claramente que no siempre es cierto eso de que todo tiempo pasado fue mejor. Comentaba en el Bar Ahúnda un individuo: “Tengo una esposa que cocina estupendamente; una esposa que hace el amor como una odalisca, hurí o cortesana; una esposa que gana buen dinero trabajando y con frecuencia me hace regalos de alto precio... Ojalá nunca se conozcan las tres”... Una turista extranjera que estaba de vacaciones en Acapulco entró en un vestidor. Se quitó el traje de baño y se sentó en una silla que ahí estaba. ¡Horror! La silla estaba recién barnizada, y la asustada mujer quedó indisolublemente pegada en el asiento. Inútilmente trató de desprenderse: por más esfuerzos que hizo no lo consiguió. Desesperada le gritó a su marido en petición de ayuda. Acudió el hombre al punto, pero tampoco él pudo despegarla. No tuvo más remedio que sacarla del vestidor con todo y silla. A fin de cubrir al menos parte de su desnudez le puso en el regazo un gran sombrero charro que acababa de comprarle a un vendedor de la playa, sombrero bordado en lentejuelas y chaquiras y con aplicaciones de tafeta y cordobán. En esa traza subió a la señora en la parte trasera de su camioneta, y la llevó al taller de un carpintero que, le dijeron, estaba cerca de ahí, y que quizá podría ayudarle en su predicamento. El maistro, tras imponerse del problema, revisó con mucha parsimonia tanto a la silla como a la mujer; vio el enorme sombrero con que la turista se cubría sus partes pudendas, y luego dictaminó con solemnidad profesional: “Mire usté, señor: a su esposa seguramente la podré despegar de la silla. Pero al mariachi va a estar cabrón sacarlo de ahí”... FIN.

Mirador

Por Armando Fuentes Aguirre

Iba el conductor manejando por la carretera cuando vio en la orilla a una pequeña tortuga que avanzaba con lentitud en dirección al monte.

Detuvo su coche el hombre. Pensó en sus hijos, y en la novedad que sería llevarles una tortuga. ¡Cómo se divertirían con ella!

Luego pensó las cosas más despacio. Se divertirían con ella, sí. Una hora. Luego se olvidarían del animalito. Y la tortuga, arrancada con crueldad de su medio ambiente, se enterraría en algún sitio y moriría.

Así, el viajero dejó que la pequeña tortuga siguiera su camino. Pensó en sus hijos y sonrió. Alguna vez ellos también podrían ver a una tortuga yendo hacia el monte a vivir su vida bajo el sol, entre las hierbas, junto con las demás criaturas del Señor.

¡Hasta mañana!...

Manganitas

Por AFA

“… Candidatos en campaña…”.

Según señala la crítica

en palabras no muy sanas,

durante muchas semanas

nos rodeará la política.