Las imágenes dieron la vuelta al mundo en pocos minutos. Un grupo de personas con el rostro cubierto, con armas de fuego de diversos tamaños, había ingresado de manera abrupta a las instalaciones de TC Televisión en Ecuador, mientras se encontraba en curso una transmisión en directo. “Estamos, las familias ecuatorianas, en una situación de incertidumbre total”, decía un periodista. Todo esto nos remite a una dimensión paralela de la violencia: el estado de terror inducido. Primero, esta conjunción de factores que tanto hemos vivido en México nos han llevado a estudiar no ya solo las causas y evolución del crimen organizado en nuestro país, sino la dimensión psicológica de esa violencia, la evolución de los canales y métodos de comunicación que se emplean para propagar el terror, y luego, las repercusiones que esto produce en una sociedad afectada por alteraciones inducidas en sus actitudes, sus opiniones, sus conductas, hasta incluso producirse síntomas sugerentes de estrés postraumático (PTSD) entre la población. Uno de los elementos que detectamos entre 2010 y 2011 era la presencia de esos síntomas sugerentes de PTSD en zonas alejadas de los hechos de violencia mayores que tenían lugar en esas épocas, así como una altísima correlación entre esa sintomatología y la exposición a medios de comunicación y a redes sociales.

Obviamente, se ha propiciado una discusión al respecto de si esa violencia puede categorizarse como terrorismo o no. Varias personas hemos escrito mucho al respecto. No obstante, la palabra “terrorismo” es un término políticamente cargado, que es empleado frecuentemente por diversos actores al servicio de distintas agendas y, por tanto, tiende a malentenderse. En mis textos, he elegido emplear la palabra “cuasi-terrorismo” para hablar de determinados eventos de violencia en México debido a las similitudes, pero también las diferencias que ciertos actos cometidos tienen con el terrorismo clásico o convencional. Otros como Brian Phillips, hablan de “tácticas terroristas empleadas por grupos criminales”. Al final, lo esencial es que nos referimos a violencia que no se limita a una dimensión material. Se trata de actos comunicativos que usan a la violencia material tan solo como instrumento, con el objeto de inducir un terror colectivo y así, a través de ese terror, canalizar mensajes, ejercer presión política, e incidir en las decisiones.

Así como en México, en Ecuador se necesita hablar de esas otras víctimas, las víctimas del miedo. En palabras de Zimbardo, es el monstruo colándose en nuestra habitación, en el armario. El sentido de vulnerabilidad, de víctimas en potencia. La desesperanza. Adicionalmente, la investigación ha mostrado que las personas que están bajo estrés o tienen miedo, tienden a ser menos tolerantes, más reactivas, y más excluyentes de otras personas. Se ha demostrado que la tensión generada por el miedo provoca un sentimiento de amenaza que obstaculiza la inclusión y favorece la discriminación. Estos sentimientos pueden tener efectos sobre circunstancias que van desde las preferencias electorales o el apoyo político de medidas de mano dura (tipo Bukele), hasta el castigo colectivo.

Así que, en efecto, por un lado, está la violencia material, las dinámicas del crimen organizado en ese y otros países, sus conexiones con redes de narcotráfico y otros negocios a través de las fronteras y su poder material para retar al estado ecuatoriano. Por otro lado, está la utilización del terror como estrategia —que se monta en nuestros patrones de conducta, por ejemplo, acceder y compartir videos en redes— y los efectos psicosociales que ello genera. Ambos temas deben entenderse y atenderse.

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