Una de las discusiones más interesantes que he tenido es aquella que sostuve con un estimado amigo de carrera, con el que coincidí en México en 2002, donde él afirmaba que el destino era la suma de las decisiones que uno no toma, pero que igual afectan tu entorno y tu persona. Yo, en cambio, contraargumentaba que el destino era producto de las decisiones que uno toma en la vida y que, en todo caso, no tomar una decisión es una decisión en sí. Es decir, para él, no había nada que hacer ante lo que ya estaba escrito. En mi opinión, uno iba construyendo su destino poco a poco, acaso sin saberlo.

Así pasamos creo que dos o tres sesiones de viernes, en la cantina favorita, que a veces compartíamos con otros compañeros y compañeras, que preferían hablar de futbol o de otros temas y sus ídolos, donde reíamos a mares, pues para ellos y ellas -decíamos- el destino les valía una soberana botana.

En la última sesión -que creo era viernes de chamorro-, y sin que nadie cediera a sus argumentos, puse de ejemplo el sismo de 1985, preguntándome si era producto del destino o no que yo no hubiera muerto, pues al vivir en un predio del centro de la ciudad, la estructura se vino abajo, mientras yo salía y corría desesperado hacia la calle, donde todo se desmoronaba a mi paso. Mi amigo quedó sorprendido del relato y quiso saber más detalles para entender bien mi punto. Entonces le expliqué que, si el destino fuera así de mecánico como él sugería, yo me hubiera quedado acostado en mi cama, para que el techo todo cayera encima de mí, como después confirmé había pasado.

“Si yo no hubiera decidido moverme, bajar y salir despavorido, hasta ahí hubiera llegado mi destino, pero decidí -si tú quieres por instinto de supervivencia-, cambiar ese destino trágico con una serie de decisiones propias, por eso estoy vivo y compartiendo contigo” -le dije como conclusión, convencido de que había ganado el debate-. Mi amigo, que era bueno para discutir, culto y de voz fuerte, que acostumbraba a apabullar a sus rivales con todos esos recursos, me miró y dijo pensativo: “tal vez tengas razón y el destino se lo forja uno”. Se paró de su silla y me dio un abrazo en señal de que el debate había terminado, y se dispuso a devorar su chamorro a mano limpia, como era su costumbre, luego de quitarse el saco y cubrirse la corbata y la camisa con servilletas, pues la acometida era así de salvaje, hasta quedar el hueso desnudo.

Ya no hubo necesidad de insistir con otra prueba del destino, que tenía yo preparada en caso de que me rebatiera con más fuerza mis argumentos, pues, igual, ese trágico destino me había tomado por sorpresa al día siguiente del sismo, es decir, el 20 de septiembre, cuando sucedió una réplica mayor a 7 grados, encontrándome yo en un segundo piso de otra vieja construcción en el centro de la ciudad, donde mi abnegada novia ME había permitido asear, ante mi desventura.

Justo cuando me despedía de ella -ya de noche y sobre el pasillo descubierto-, la tierra comenzó a moverse de nuevo, lo que hizo que los vecinos salieran, unos gritando, otros rezando y poniéndose de rodillas, sin saber qué hacer. Abracé entonces a mi novia, queriendo protegerla, pues también ella gritaba y lloraba de miedo, temiendo lo peor, ya que esta vez no podía correr, ni bajar las escaleras y salir a la calle, así que cerré los ojos y me encomendé a los dioses en espera de que no fuera yo, mi novia y vecinos los sacrificados. Luego de un rato, el movimiento cedió y todo el mundo recobró la cordura, especialmente los hincados que, como si nada, regresaron a sus casas.

Desde esa experiencia de 1985, cada mes de septiembre siento nostalgia y miedo, pues pienso que siempre va a pasar algo malo en ese mes -como ahora en Marruecos y Libia-, aunque me reanima saber que luego de los sismos de 1985, la organización social en la que yo participaba logró reconstruir algunos predios -entre ellos el mío-, gracias a la solidaridad de la comunidad internacional, que aportó recursos para los damnificados.

Recuerdo que cuando inauguramos las nuevas casas o departamentos -en noviembre de 1986- hicimos una gran fiesta, con mucha comida, bebida y música, incluido un mariachi, pues no solo estaban mis vecinos, sino toda la unión de inquilinos, orgullosos de la obra, ya que todos habíamos participado en los trabajos de reconstrucción durante meses. En algún momento de la noche, me alejé de la multitud y entré a mi nueva casa, tocando sus paredes. Subí al primer piso e imaginé las dos recamaras con sus respectivos lechos o tálamos, una, con vista al patio central, cuya ventana cerré, ya que se oía la algarabía de la gente, y quería estar solo.

Subí de nuevo, ahora a la azotea, para estar más cerca del cielo, pues necesitaba reconciliarme con el destino, que me había puesto tantas pruebas en tan poco tiempo.

Y qué bueno que no hubo necesidad de seguir discutiendo con mi amigo, pues también yo entendí su punto, cuando decía que el destino era la serie de decisiones que uno no toma, ya que, en cierta forma, él igual tenía razón si equiparamos -en este caso- el sismo o sismos con el destino, donde no hay nada que hacer para evitarlos, aunque si mucho para prevenir los daños. Entonces decreté un empate dentro de mí.

Al estar fuera de México por más de dos décadas, ese sentimiento de miedo aminoró, aunque no mucho, ya que uno de los destinos fue Nicaragua, país que hasta el año 2000 había sido sede de 7 de los 10 mayores desastres naturales de la región, entre sismos, maremotos, deslaves, huracanes e incendios -sin contar la revolución de1979 y la dictadura de Ortega desde el 2007-, por lo que me decidí -como hacían los nicaragüense- a conocer mejor los fenómenos y a hablarme de tu con la naturaleza: si se mueve la tierra, bailamos juntos; si se agita el mar, no me baño ese día; si se remueven los cerros, brinco y brinco; si se cae el cielo, ahorro el agua; y si se prende el fuego, rostizo un pollo.

Aunque lo único que no he superado es el hecho de que otro sismo hubiera ocurrido en México, el mismo día 19 de septiembre, ahora de 2017, lo cual me parece, más que una perversa coincidencia, una nueva jugarreta del destino que decía mi amigo, al que, seguramente, hoy le diría yo también: “tal vez tenías razón”.